Lo ocurrido el pasado 8 de agosto en Barcelona fue sumamente preocupante y lamentable, y lleva a pensar que ni democracia ni autocracia, sino que vivimos en una anarquía motivada por la consecución y ulterior preservación de poder al precio que sea, finalidad que justifica cualquier medio para conseguirla.

Cuando se libra un pulso entre dos bandos –más allá de la inconveniencia, inestabilidad (social, política, económica, etcétera) y demás perjuicios que ello implica–, este solo tiene sentido si finalmente se erige victorioso uno u otro bando, pero carece de toda lógica si tras el pulso librado todos pierden, y eso fue exactamente lo que ocurrió el 8 de agosto.

Perdió mucho Barcelona, a las puertas de iniciarse la XXXVII edición de la Copa América, al autorizar el alcalde Collboni que se levantase un estrado en pleno paseo Lluís Companys para que un prófugo de la justicia –a quien lo primero que hay que hacer es detener y poner a disposición judicial– diese un discurso, instalando inclusive unas carpas opacas con apoyo a las cuales se fugó y unas vallas metálicas oscuras para facilitar la llegada y salida del recalcitrante prófugo, como si careciésemos de Guardia Urbana o fuésemos una ciudad pro huidos de la justicia.

Perdió enormemente Cataluña, por el pueril espectáculo que ofreció Carles Puigdemont consistente en darse un efímero baño de masas para impartir un discurso de 300 segundos y escapar otra vez cobardemente en lugar de afrontar las consecuencias de sus actos, jugando con los sentimientos e ilusiones de sus decrecientes incondicionales, a los que mintió nuevamente (pues mintió al decir que dejaría la política si perdía las últimas elecciones autonómicas, mintió al decir que participaría en el debate de investidura desde dentro del Parlament) cuando al acabar su “hola i adéu” se les pidió por megafonía que acompañasen al president en la andadura hasta el Parlament, cuando Puigdemont ya no estaba ni pretendía volver con ellos.

Perdió Cataluña con un Salvador Illa en cuyo discurso de investidura como nuevo president de la Generalitat abogó por “no detener a nadie”, en clara alusión a Puigdemont, ignorando –u olvidando deliberadamente– que la ley de amnistía no alcanza al delito de malversación por impedirlo la legislación europea, así que mal comienzo para un gobernante que aboga por omitir la ley; perdió Cataluña porque Josep Rull, lejos de estar fijo en donde debía estar desde primera hora por cuanto se iba a celebrar un debate tan importante como es el de investidura de un nuevo president de la Generalitat, se olvidó de que preside una institución que representa a todos los catalanes –con la consiguiente obligación de actuar lo más objetiva e imparcialmente posible– y salió a recibir y acompañar a Carles Puigdemont en su pueril aparición y desaparición.

Perdió Cataluña con un conseller de Interior, Joan Ignasi Elena, a quien se veía en el Parlament hablando por el móvil mano en boca en lugar de fuera del Parlament haciendo cuanto fuese necesario ante lo urgente de la situación; perdió Cataluña teniendo un comisario jefe de los Mossos, Eduard Sallent, de quien no hay palabras sobre cuan eficazmente gestiona a los Mossos más allá de para imponer multas de tráfico. Así pues, los principales responsables de preservar la seguridad y legalidad de Cataluña estuvieron a la altura del betún, mostrando actitudes manifiestamente palmarias de partidismo, subjetividad, parcialidad e irresponsabilidad.

Y perdió toda España, porque ofreciendo una lamentable imagen internacional de falta de control y de cumplimiento de las órdenes judiciales acentuó aún más su ya pronunciada escora hacia esa Venezuela europea en la que nos estamos convirtiendo, en la que se ha vaciado de facto el artículo 14 de la Constitución que proclama la igualdad de todos los españoles, pues si un juez pide explicaciones al presidente Sánchez y su mujer, se querellan contra él; aunque Hacienda es durísima con todos los contribuyentes, hace la vista gorda con el hermano del presidente, supuestamente funcionario en Badajoz mientras que residente en Portugal para pagar menos IRPF; si el CNI debe intervenir en el seguimiento de Puigdemont, se le ordena que no lo haga; si Bolaños y Marlaska debían tomar rápidamente cartas en el mismo asunto y comparecer para dar explicaciones a los españoles ante tan patética situación que se permitió ocurriera, se le pide que guarden silencio, etcétera.

El jueves fue un día de mayúscula decadencia democrática y social en la que perdimos absolutamente todos, y si Sánchez, Illa y/o Puigdemont creen que fue un día positivo para ellos, no hacen más que demostrar una vez más que los ciudadanos de Barcelona, Cataluña y del resto de España les importamos cero, lo cual, por otra parte –y al menos en lo que a mí se refiere– ya era tristemente una conclusión alcanzada hace tiempo.

Les deseo suerte con dicha actitud en la vida, pues la van a necesitar, porque el transcurso del tiempo pone a todo el mundo en su sitio.