Leyendo acerca de la negociación entre socialistas y Esquerra para la investidura de Salvador Illa, parece que todas las exigencias de los republicanos se centran en cuestiones vinculadas con el marco autonómico, desde la financiación a la regulación a favor del uso del catalán. Son unas conversaciones en las que Esquerra debe mostrar a su militancia que no le tiembla el pulso y que los exabruptos de Carles Puigdemont no les amilanan.

Sin embargo, esta agenda de prioridades responde a un contexto que la gran mayoría de ciudadanos catalanes hemos aparcado, pues la cuestión identitaria ya no figura entre nuestras prioridades. Hoy, lo que preocupa es tener un gobierno capaz de gestionar correctamente las muchas competencias de las que disponemos. A menudo, se muestran carencias preocupantes, no tanto por falta de recursos como por incapacidad para gestionarlas adecuadamente.

A su vez, tras una larga década de desorientación, es necesario que Cataluña disponga de una hoja de ruta de futuro, pues son demasiados años en que, paralizados por la utopía independentista, hemos ido dando bandazos, sin un mínimo guión de hacia dónde nos dirigimos. Todo ello abre un enorme campo para que un partido como Esquerra, junto con algunos aspectos de mejora de la financiación autonómica, pusiera sobre la mesa una propuesta progresista y realista sustentada, en la que no debería resultar difícil llegar a acuerdos con el PSC.

Se requiere de una agenda de gobierno que combine el estímulo de la actividad económica con el fortalecimiento de los servicios públicos básicos, sanidad y educación, que muestran grietas preocupantes. De la misma manera, es más que urgente abordar cuestiones troncales que venimos desatendiendo desde hace años como, por ejemplo, la política hídrica y energética. Unos despropósitos cuyas consecuencias empezamos a padecer y que no serán nada sencillas de revertir.

Los próximos años son determinantes para Cataluña. De nosotros depende recuperar gran parte de la presencia e influencia perdida o, lentamente, irnos sumiendo en una dulce mediocridad. Para no hablar de la posibilidad de unas nuevas elecciones. No me imagino un escenario tan innecesario como lamentable.