La igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, incluidos los políticos, es una condición esencial para que exista una justicia democrática, además de la última garantía frente a las decisiones de cualquier gobierno abiertamente arbitrario. Por eso podemos interpretar el devenir de la democracia española –que siempre ha sido más formal que sustantiva– a través del proceso acelerado de degeneración mediante el cual los tribunales dejan de responder a la evidencia de los hechos, y a la letra y el espíritu de las leyes, para conducirse en función de la conveniencia de los gobernantes, en vez de en beneficio de la sociedad. 

Cabe establecer pues un paralelismo, que se extiende más allá de lo aparente, entre los indultos y la posterior amnistía (moralmente sucia, además de necia) en favor de los políticos que impulsaron el procés en Cataluña y aquellos otros que toleraron y perpetraron el saqueo de los ERE en Andalucía, que acaba de ser amnistiado gracias a la mediación del Tribunal Constitucional, donde se sientan magistrados que en su momento fueron altos cargos y ministros con el PSOE y hoy continúan respondiendo, con la desvergüenza de un resorte, a los deseos del partido al que deben sus canonjías: puñetas con toda la púrpura del mundo y un salario que oscila entre los 94.180 y los 109.541 euros, dietas y coche oficial al margen.

Ignorando las pruebas, y a todo el estamento judicial, una magistrada condecorada por Griñán y propuesta para el cargo por el PSOE, con el respaldo del resto de la llamada mayoría progresista (que en realidad es una obediente cofradía sumisa), ha concluido –por mayoría formal, por supuesto– que la antigua cúpula del PSOE andaluz, igual que sucedió con las élites del independentismo catalán, es tan inocente de sus actos como un niño recién nacido. Un cuento tierno para infantes. Exactamente igual que en el Antiguo Régimen, cuando los monarcas absolutistas indicaban a sus jueces a quién debían condenar y exonerar de un castigo. ¿Desde cuándo la realidad se rige según la aritmética de las mayorías interesadas? Los condenados por los ERE no sólo no han pagado por la responsabilidad de sus actos –ni con su patrimonio ni con su honra–, sino que terminarán cobrando indemnizaciones de los contribuyentes a los que estafaron. “Socialismo es libertad”, decía el PSOE. No dijeron que esta libertad hacía distinciones entre la famiglia y los extraños.

El espectáculo es infame y, al mismo tiempo, categórico, aunque dada la anestesia civil que caracteriza a la política española, donde todo se interpreta ya en función de argumentarios partidarios, acabe por ser considerado un hecho natural. No lo es. En los ERE, igual que sucedió con el procés, lo que estamos viendo todos –incluso los tuertos del PSC que se dedican a hacer la ronda de las mentiras en las tertulias– es a magistrados designados por el poder, cuya independencia no es que esté en cuestión, es que acaba de ser enterrada por ellos mismos, impugnar los fallos avalados por una veintena de jueces profesionales (los instructores, la Audiencia de Sevilla y la correspondiente Sala del Supremo) para poner en la calle, en horas veinticuatro, a delincuentes que toleraron –por acción u omisión; en general de ambas maneras– un fraude de 680 millones de euros que se alimentaba de la industria de la desgracia que son los despidos y las prejubilaciones en empresas solventes y con beneficios. 

En la discusión pública sobre las competencias del Constitucional para actuar como tribunal de casación, enmendando así a los magistrados del Supremo, cuya función ha sido suplantada por jueces que actúan como los políticos, suelen repetirse los argumentarios prefabricados por los partidos, pero nunca se menciona, entre otras cosas porque una buena parte de los periodistas de Madrid y Barcelona no tienen ni la más remota idea de cómo funcionaban los ERE y de sus implicaciones políticas, al margen de las morales, la arbitrariedad en la que incurren los magistrados del Constitucional, que eximen de sus condenas (esto es: de la acción de la justicia) a los príncipes del PSOE andaluz mientras, en paralelo, niegan su merced a sus súbditos políticos, algunos de los cuales se limitaron a obedecer órdenes –un partido es, sobre todo, una milicia– por miedo a quedarse al margen del manto de beneficios que administraban quienes daban (a sus amigos) el dinero de todos. Ellos son las nuevas víctimas.

No es muy diferente de lo que antes ocurrió en Cataluña, donde se decía que los diputados del Parlament no podían delinquir y, por tanto, hicieron bien en robarle sus derechos a la mitad de la ciudadanía, además de concebir un plan para apropiarse de los impuestos para construir la (inexistente) nación catalana. Delitos gravísimos por los que fueron indultados y después amnistiados por Pedro I, El Insomne. Causa finita. 

Bienvenidos, por tanto, a la autocracia (de izquierdas) que juzga ultraderechista el derecho a la discrepancia y llama fascista a cualquiera que (todavía) piense solo. Lo que el Constitucional acaba de hacer con los ERE es una colosal injusticia que, al amparo de las instituciones, las convierte en instrumentos del deseo personal de un líder político. Es lo opuesto al noble concepto de justicia que defendía Aristóteles, esencial para la existencia de una polis. Lejos de tratarse de un acto de justicia restitutiva, como defienden los condenados mágicamente absueltos, que predican su virginidad moral, el borrado de los ERE convierte en una cuestión sometida a intereses privados el proceder de los más altos tribunales, cuya misión es que la justicia no deje de ser nunca un ejercicio de responsabilidad pública. 

Sublime paradoja: el PSOE se ha convertido en una ummacomunidad de creyentes– que se adjudica un trato privilegiado ante la ley sancionada mientras aplica –sin excepciones– la sharia a los infieles que no forman parte del grupo elegido. Del mismo modo que las subvenciones de los ERE se dieron –con comisiones y sin concurrencia pública– a quienes quiso el PSOE andaluz, el Constitucional juzga de una forma a los políticos y de otra, muy diferente, al resto del cuerpo social. Aristóteles consideraba parcial esta clase de justicia, que era la que se usaba en Grecia cuando se distribuía un botín de guerra. Se trata de una forma justicia premoderna, equivalente a los edictos propios de una monarquía absolutista o a los tiránicos mandatos imperativos de Zeus. “La justicia del amo y la del padre no es la misma que la de los ciudadanos”, sostiene Aristóteles. No cabe hablar de justicia democrática si no somos todos iguales ante la ley. Y esto no debería ser motivo de orgullo de nadie, salvo entre los fanáticos, los reyezuelos y el populacho impetuoso.