A la afirmación, nada debatible, de que jamás hubo un mundo tan globalizado, cabe unirle la idea de que tampoco lo hubo tan falto de gobierno y dirección, cuanto menos formalmente. Como si tuviere idea alguna del llamado, y mediático, efecto mariposa, Kant ya escribió en su momento que “una violenta abrogación de la ley y la justicia en un lugar tiene consecuencias en otros muchos y se puede experimentar en todas partes”. La interdependencia global de nuestra sociedad, en nada comparable con la sociedad del tiempo del ilustre filósofo, está totalmente falta de árbitro que la modere, y las consecuencias, en forma de guerras e injusticias, son más notorias que nunca.

A modo de píldora histórica, esta nostalgia por un ente arbitrador que acabara con los conflictos terrenos entre vecinos estuvo siempre presente en la obra de Dante (análisis brillantísimo de la cual ha hecho Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña en su obra La Europa de Dante, de reciente publicación, y exquisita lectura). En la eterna lucha entre Papado y Sacro Imperio Romano Germánico, el inmortal toscano soñaba con la restitutio imperii que vertebrara a las naciones y garantizara la paz, como en los tiempos de Augusto.

El auge de los nacionalismos y de su fórmula política (el estado-nación) convirtió cualquier sueño imperial en asomo de tiranía, y los intentos imperialistas tendieron más hacia el colonialismo y la explotación que hacia la concordia y la República Cristiana preconizada desde Iberia con los Austrias.

La necesidad de crear estructuras más allá del ámbito nacional fue una constante ya desde principios del pasado siglo XX. La Sociedad de Naciones fue un ejemplo tan notorio como fallido, y tras los estragos de la segunda guerra mundial, el mundo se ha dado una nueva, y a la vez fallida, oportunidad con Naciones Unidas.

Uno de los más eminentes sociólogos de nuestro tiempo, David Held (fallecido en 2019), abogó por la creación de una comunidad democrática planetaria, compuesta por Estados con idénticos derechos de participación en la Asamblea General, regulando de forma abierta y colectiva la vida internacional y obligados a obedecer la Carta de la ONU y una batería de convenciones consagratoria de los derechos humanos. Es triste que los deseos del eminente británico tengan tintes de utopía (cuales las de Moro o Campanella).

El término clave para Held, y carente de traducción, será el de accountability entendida como la responsabilidad que todos los poderes, sean estatales o, por supuesto, también económicos, deben tener sobre los individuos (reconociendo a estos, por el mero hecho de serlo, la efectividad del principio de autonomía, que les permita vivir en libertad dentro de una comunidad democrática cosmopolita).

Las reticencias a ser arbitrados por parte de los Estados continúan siendo de total actualidad, y la “cesión de soberanía” no deja de verse como una “intromisión externa” en vez de en pro de la cogobernanza global. Quizá un caso especialmente sangrante sea el de la Corte Penal Internacional, no reconocida por países como Rusia o EEUU (quien, incluso, ha hecho ostentación en diversas ocasiones de no estar sujeto a ella, llegando a legislar en su contra: véase la American Service-Members' Protection Act).

Una eterna discusión es la necesaria reforma del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (inmerso en una, algo más que notoria, crisis de legitimidad y, lo que es peor, de utilidad). Sabido es que forman parte de él unos miembros permanentes (EEUU, Rusia, Francia, Reino Unido y China o, lo que es lo mismo, los vencedores de la segunda guerra mundial, todos ellos con poder de veto) y otros con carácter temporal (por ejemplo, hoy, Malta). Es notorio que la diversidad global se halla escasamente bien representada, siendo insultante que no formen parte de él, con carácter permanente, potencias militares como India o Turquía o países con un peso regional tales como Sudáfrica, Brasil o Australia. Aun así, y aunque el principio universal aristotélico siga diciendo que la igualdad es tratar por igual lo que es igual y desigual lo que es desigual, no deja de “chirriar” que haya una diferenciación oficial entre países de mayor o menor rango. ¿Acaso no debiere estar un representante de la UE permanentemente?

La fortaleza hobbesiana “leviatánica” de los estados-nación y su fuerte soberanía, de todos modos, continúa centrándose en el ámbito físico-terreno cuando, cada vez más, queda difuminada por ámbitos que transcienden, incluso, la corporeidad: me refiero no sólo a los problemas, cada vez mayores, que plantea el ámbito espacial (piénsese en la proliferación de satélites y de “basura espacial”), sino, ante todo, al ámbito digital.

La necesaria “cesión de soberanía” y entente por un mundo global bien parece que se favorecerá, no por un derecho, en ocasiones demasiado centrado en los fundos, sino, una vez más, por las necesidades tecnológicas y de la nueva realidad digital. ¿Cómo disciplinar a los grandes operadores, eficazmente, tales como Google o Yahoo? ¿Cómo vigilar el uso y abuso de la inteligencia artificial o el peligro que conlleva la proliferación de los hackers y el terrorismo virtual?

Es evidente que las especies evolucionan ante los cambios en el ecosistema (ante la funesta alternativa de la extinción), pero también lo es que el ser humano tropieza, no una, sino cuasi infinitas veces, con la misma piedra. ¿Llegará algún día la gobernanza global? ¿Aparecerá un Imperio 2.0 basado en una legitimidad democrática global, dotado de herramientas eficientes y preparado para gobernar?