Una de mis citas culturales favoritas del año es el festival internacional de fotografía analógica Revela’t, en Vilassar de Dalt. Durante un mes, una antigua fábrica textil y otros espacios públicos de este pequeño municipio del Maresme se convierten en salas de exposiciones temporales para mostrar una selección de reconocidos artistas de todo el mundo que siguen trabajando con carretes y cuartos oscuros.

Este año, igual que ya hice el año pasado, la visité en compañía de mi hijo de tres años y medio con la idea de descubrirle otras realidades más allá del parque, los libros infantiles, la tele y las tiendas de juguetes, y la verdad es que lo pasamos bien, porque en la mayoría de las fotografías expuestas aparecían personas (el festival giraba en torno al concepto “identidad”), y mi hijo las podía comprender fácilmente.

“¿Tú te bañarías aquí?”, le pregunté a Ricard al detenernos frente una fotografía de la artista surcoreana Seunguu Kim donde se veía una piscina gigante saturada de gente y flotadores de colores chillones. Por suerte, mi hijo me respondió con un “no” rotundo. Ha salido algo fifi como yo, que de solo pensar en pisar el bordillo de esa piscina con el pie descalzo me entraron escalofríos. Odio las piscinas públicas, especialmente cuando están llenas de gente y hay riesgo de que mi cuerpo entre en contacto con el pipi, el pie o los mocos de un desconocido. 

“El estilo de vida ‘acelerado’ y la ‘confianza comunitaria’ de los coreanos, evidenciados en este trabajo, muestran cómo se adaptan a cualquier situación, disfrutan juntos y aspiran a una coexistencia armoniosa”, explican los comisarios de la exposición de la obra de Seunguu Kim. No tengo duda de que los coreanos de la fotografía disfrutarían de un día de playa en el Maresme, especialmente en agosto, donde además de enfrentarse a la eterna espumilla y los plásticos flotantes, hay que aguantar el reguetón a toda pastilla y los tetrabriks de Don Simón vacíos de los de la toalla de al lado.

Otra de las fotografías que llamaron la atención de mi hijo fue el retrato de unos hermanos gemelos de Buenos Aires, Eduardo y Miguel Portnoy, obra del fotógrafo argentino Ignacio Coló. “¿Por qué son iguales?”, me preguntó, asombrado de ver a dos hombres de edad madura con rostros idénticos y vestidos iguales. Eduardo y Miguel Portnoy viven juntos y no se han separado desde que nacieron. En la actualidad están completamente solos, solo se tienen el uno al otro, ya que toda su familia ha fallecido, y Coló sabe captar con mucha sensibilidad esta conexión tan especial que se da entre dos hermanos idénticos. 

Entonces me vino a la cabeza una escena muy triste del libro que estoy leyendo ahora, Las cenizas de Ángela, de Frank McCourt, en la que fallece un niño de dos años, dejando a su hermano gemelo solo. “Yo sé que Oliver ha muerto y Malachy sabe que Oliver ha muerto, pero Eugene es demasiado pequeño para saber nada”, escribe McCourt. “Cuando se despierta por la mañana dice: ‘Oli, Oli’, y gatea por la habitación buscando debajo de las camas, o se sube a la cama que está junto a la ventana y señala a los niños de la calle, sobre todo a los niños que tienen el pelo rubio como Oliver y como él. ‘Oli, Oli’, dice, y mamá lo coje en brazos, solloza, lo abraza. Él forcejea por bajarse, porque no quiere que lo cojan en brazos ni que lo abracen. Lo que quiere es encontrar a Oliver”. Un librazo.