La mejor ley de prensa es la que no existe. Siempre lo he creído y lo volví a pensar ayer tras leer la entrevista a Pedro Sánchez en La Vanguardia. El presidente proponía “acabar con la impunidad de pseudomedios pagados por PP y Vox”, reforzando una norma europea recién publicada.

Que un político quiera acabar, a fuerza de leyes del honor, de la privacidad o de lo que sea, con la opinión de los medios díscolos da que pensar. Amedrentar al votante, mentando a la ultraderecha, funciona. Pero la libertad de expresión que hay que defender en una democracia no es de izquierdas ni de derechas; es la del vecino de enfrente, es de todos y cada uno de los votantes.

Aprendí el oficio de periodista al inicio de la Transición, cuando regía la ley de prensa de Manuel Fraga, que acabó con la censura previa, pero mantuvo notables barreras informativas. Acogiéndose a esa norma de 1966, a finales de los setenta aún se podía secuestrar publicaciones o denunciar a los periodistas por faltar a la moral o al honor, y por no acatar los viejos Principios del Movimiento.

Hoy, la verdad, me asusta que crezca la autocensura entre periodistas y columnistas que temen ser despedidos o apartados.

Poco antes de que el real decreto ley de 1977 derogara la citada norma franquista, apareció frente a la casa de mis padres, en Castelldefels, un coche de la Guardia Civil. Lo vi llegar y pensé: “Al alcalde no le ha gustado mi artículo de Mundo Diario”. Le había llamado “inútil reaccionario”.

Mi madre salió al jardín y los agentes le preguntaron si su hija (mi yo de 18 años) estaba en casa. Les ofreció unos cigarritos y sacó café para todos al porche antes de avisar al señor Cullell, un hombre de derechas que me ordenó quedarme calladita en el cuarto.

Mi exagerado progenitor salió con una vieja escopeta. Informó de que se iba a cazar conejos y les preguntó: “¿Qué está pasando para tener el honor de vuestra visita?”. Acabaron, los cuatro, de charleta. “Imposible encontrar a la niña de José Mari”, le explicaron los agentes al ofendido alcalde franquista.

La línea de un periódico, televisión, radio o digital no puede basarse en inventar noticias o retocarlas ni influir en la opinión de los comentaristas. Los profesionales, por su parte, han de mantener su criterio al margen de la línea editorial del medio.

Los motivos para caer en la autocensura ya no son, hoy, los mismos que antes. No hay visitas policiales. Sin embargo, la caída en picado del precio de la publicidad, así como la paulatina desaparición de verdaderos empresarios y directivos de prensa (sustituidos por fondos de inversión o amigos de uno u otro partido) dificulta la pluralidad y la independencia.

El aumento de las subvenciones, a través de anuncios y otros apoyos más o menos opacos, ayuda a mantener viva una buena parte de sociedades editoriales. El Gobierno es ya el mayor anunciante de España con unos 150 millones de euros anuales repartidos por distintos organismos. Ninguna empresa llega a esa cifra. En 2023, la inversión privada más elevada volvió a ser de L'Oréal, con 72 millones.

Varios estudios realizados por universidades y académicos señalan la opacidad en la distribución de las ayudas públicas como uno de los principales obstáculos para el pluralismo informativo. Y eso no es de ahora. Su distribución, aconsejan, debería basarse en normas claras.

Por eso mismo, la UE ha aprobado recientemente el Reglamento Europeo de Libertad de los Medios de Comunicación. Según su Parlamento, se trata de “proteger a periodistas y medios de comunicación europeos de interferencias políticas o económicas”.

Las normas también pretenden “aumentar la transparencia de la propiedad de los medios”, a la vez que “garantizar la transparencia de la publicidad estatal”. Transparencia, como ven, es la palabra clave. 

Sánchez, en sus recientes críticas contra el fango, se ha centrado únicamente en las ayudas concedidas por el ayuntamiento y el Gobierno de la Comunidad de Madrid. Son altas, pero no mayores ni más discriminatorias que las concedidas por el Gobierno de ERC en Cataluña.

¿A qué se refiere el presidente español con ese calificativo de pseudomedios? A Sánchez le preocupa que no sólo políticos, sino periodistas e intelectuales no puedan salir de casa a tomarse un café “sin que les insulten”. Olvida que el independentismo, durante la década del procés catalán, hizo listas con nombres y apellidos de periodistas españolistas o botiflers (salí en una de esas cuando escribía para El País).

Sería de desear que Sánchez no caiga en el error de señalar a los no afines, porque desnudará a sus afines; que se deje de legislar y juzgar, de meterse en broncanos y fangos. La buena prensa no es canallesca ni servil. Es libre o no lo es.