Los comicios señalan al superviviente. Oriol Junqueras se enfrenta a la crisis pertinaz de ERC –con los antecedentes de Colom, Hortalà, Carod-Rovira o Puigcercós– en el último alarido de los republicanos tras su descalabro. Gana Illa, pero Junqueras decide una esquina de la Cámara catalana. Tiene tres opciones: entrar en el tripartito de las izquierdas, con PSC y Comuns; apoyar al vencedor, Salvador Illa, por mayoría simple, o jugar la carta de Carles Puigdemont.

La política catalana mantiene en vilo a España entera. Pedro Sánchez ha vuelto a ganar dando un carpetazo al procés con un final de campaña incrustado en Cataluña, el territorio pacificado. El mando en plaza, Salvador Illa, ha derrotado sin matices al nacionalismo por primera vez desde que Jordi Pujol entrara en el Palau de la Generalitat, en 1980, en coalición con Esquerra. El tripartidismo de las etapas Maragall y Montilla fue un paréntesis, un ensayo de transversalidad que ya arrumbó a los republicanos por un tiempo, aunque entonces el soberanismo seguía siendo mayoritario. Sin embargo, el 12M lo cambia todo: certifica el fracaso del tránsito de CiU del nacionalismo al independentismo.

Los dirigentes de ERC empiezan a ser conscientes de que su colaboración con el PSC les puede acabar liquidando. Pero prevalecerá si cambian de criterio y giran la vista a la derecha, será peor: Puigdemont no suma, como no sumaba Núñez Feijóo tras el 23J, en un trompazo que abrió su sed de venganza.

La noche del domingo fue dulce y sin excesos; el bofetón de Illa a la superchería adánica no hace daño a nadie; es una nube recién formada que abarcará mayorías con el paso del tiempo. Dos horas después del recuento de votos, las ciudades dormían como sumidas en el rumor de fondo de La nuit, una preciosa canción del compositor francés Jean-Philippe Rameau (1683-1764), conocida ahora, gracias a la película Los chicos del coro. Frente a la metafísica patriotera exhibiendo estandartes, las ganas de trabajar para los demás resultan sanadoras; la humildad cicatriza las heridas. En estas elecciones, hemos entrado en el fin del éxtasis del símbolo, en el aterrizaje forzoso de la sinestesia nacional. La soledad sonora se queda en soledad.   

Durante la campaña electoral se ha hablado de las cosas: la precariedad, el empleo, la sequía, la formación o el peso del oligopolio financiero sobre el ahorro de las familias y la actividad industrial. Pero al encarar la investidura, los desacuerdos entre los soberanistas taponan la agenda a base de cismas inexplicables, como el de las monjas clarisas de Belorado, expertas en la fabricación de bombones, que han roto con Roma y tildan de herejes a todos los Papas posteriores a Pío XII. De repente, el tacticismo exigido por el calendario –formación inmediata de la Mesa del Parlament– se tiñe de ponencias evangelistas. Por momentos, la aritmética de la Cámara desaparece detrás de hipótesis imposibles, como el deseo de ser investido del que habla Carles Puigdemont.

Pero si, por encima del detalle, miramos al pasado reciente veremos que la mayoría absoluta del soberanismo se mantuvo en 2012, 2015, 2017 y 2021. La sentencia del Estatut radicalizó el voto indepe, que ahora ha caído en picado. Salvador Illa y su equipo no encarnan a ninguna convergencia mesocrática del pasado, como se ha dicho. No hay continuismo, ni en Sarrià-Sant Gervasi ni en Els Hostalets de Pierola, pongamos por caso, aunque lo que sí hay es un tono elegante del ganador frente a la displicencia puigdemónica que quiere volver a casa, en olor de multitud. No le afeamos el gusto, pero él sabe que se ha roto la dinámica indepe; entramos en un tiempo nuevo y, de momento, el reloj avanza, mientras Junqueras deshoja la margarita de ERC, en pleno naufragio.