No tengo suerte con los cursillos de formación que se imparten en mi instituto. Hace dos años, una directora que vino a impartir uno sobre evaluación formadora, cuando vio que aparecía un mensaje de Windows en castellano en la pantalla donde proyectaba su presentación, exclamó (en catalán, por supuesto): “¿De dónde es este ordenador que me habla en la lengua del imperio? ¿De Badajoz?”.

Mi madre es de Badajoz. Quizás por eso me atreví a afearle el comentario. Mi temeridad, sin embargo, provocó dos reacciones cuando menos sorprendentes: la entonces coordinadora pedagógica de mi instituto intentó hacerme callar, interpelándome con insistencia y abriendo los brazos, como si mi réplica fuera una intemperancia o una descortesía; a su vez, la formadora, después de decirle a mi compañera que me dejara hablar, con una condescendencia infinita cuyo objeto era yo mismo, y después de asegurar que no había intentado despreciar a nadie, todavía me exigió una disculpa porque yo había empezado mi recriminación calificando su discurso de “cháchara con ínfulas de trascendencia”. No le gustó lo de la “cháchara” y no entendió lo de las “ínfulas”, porque me pidió que le repitiera la palabra. Y se quedó en lo superficial, porque en realidad mi reproche había ido en otra dirección.

Yo había incidido en el hecho de que ella hubiera aludido a una exalumna suya de origen gitano para cantarnos las bondades de la evaluación formadora. Le dije, tras preguntarle qué lengua hablaba su exalumna, que mucha “cháchara” con la implicación de los alumnos de barrios deprimidos en el proceso de aprendizaje, pero que ella acababa de despreciar la lengua materna de aquella alumna a la que había puesto como ejemplo. Le recordé que en Cataluña el castellano era la lengua de los más desfavorecidos, no del imperio.

Hace unas semanas vino otra profesora a impartir una “cápsula formativa” (ya verán como la cursilería suele ser la máscara del dogmatismo). La sesión pretendía “sensibilizar” sobre la educación inclusiva, que consiste, básicamente, en que todos los alumnos, independientemente de sus capacidades o de si tienen algún trastorno de aprendizaje, deben compartir aula. Y el docente debe adaptar su enseñanza a esa diversidad.

Desde el primer momento percibí en la formadora un aire común con otros formadores: por el tono que empleaba para hablarnos, por la gestualidad y las bromas que hacía para parecer cercana. En un momento de la charla, cuando hablaba sobre la importancia de impartir cualquier contenido por diferentes vías, puso como ejemplo los subtítulos en los vídeos. Nos recomendó activarlos siempre, y no solo cuando utilizáramos vídeos en los que hablaran “aquellos latinoamericanos” a los que no se les entiende nada. Sí, en una charla sobre inclusión: han leído bien.

Al cabo de unos instantes nos empezó a hablar del Diseño Universal de Aprendizaje y dijo que ella, en la asignatura de Psicología de Bachillerato, dejaba presentar a sus alumnos un trabajo sobre la neurona en distintos formatos: desde un trabajo más académico a un vídeo de Youtube. Entonces le pregunté si para cada formato había que preparar una rúbrica de evaluación distinta. Y lo pregunté porque nos martillean a diario con que hay que evaluarlo todo por rúbricas (unas tablas con diferentes parámetros y una gradación de tres o cuatro niveles para cada parámetro).

Su respuesta no tuvo desperdicio: “Si tanto te preocupan las rúbricas, en la web de mi instituto tenemos miles”. Le repliqué: “No estás respondiendo a mi pregunta”. Me insistió en que en su instituto tenían un banco de rúbricas que habían hecho entre todos. Le pregunté si también para evaluar un vídeo de Youtube sobre la neurona. Me dijo que tenían una rúbrica para exposiciones orales, pero que ella solo evaluaba el contenido. Le pregunté si, en el caso de los que presentaban un formato más académico, tampoco tenía en cuenta aspectos formales como las citas, el índice, los epígrafes… Me insistió en que solo evaluaba el contenido.

“¿Y con qué parámetros?”, repliqué. “Valoro que sepan explicar el funcionamiento de la neurona”, respondió. “Entonces, ¿evalúas a ojo?”, le pregunté. “No, en absoluto”, dijo ella, tajante. Y yo insistí: “Pero ¿qué ítems valoras?, ¿son los mismos para el vídeo de Youtube que para el trabajo académico?”. En ese momento, sin disimular su enojo, me dijo: “Si quieres quedamos un día y te lo explico, pero no vamos a continuar con una discusión que no le interesa al resto de tus compañeros”. Solo una compañera alzó la voz para decir que a ella sí le interesaba. Y yo aproveché para hacer mi última intervención: “Entonces, en una actividad presentada en formato audiovisual, ¿no evalúas el componente audiovisual?”. “No”, respondió. 

Ya ven, por eso he dicho más arriba que la cursilería es a veces la máscara del dogmatismo. Era una sesión sobre educación inclusiva, sobre cómo tratar la diversidad en el aula, sobre cómo lograr que todos se sintieran partícipes de la dinámica del grupo. Y, sin embargo, la encargada de “sensibilizarnos” sobre tan noble tarea intentó menospreciarme, ante mis compañeros, por la audacia de plantear una pregunta cuya respuesta no supo dar. Y todavía anda deslizando la Generalitat que las principales causas de los resultados PISA en Cataluña son la jornada intensiva y la poca formación de los docentes.