En la violación grupal a una joven viajera hispana en una aldea de la India, mientras el marido, con el que está dando la vuelta al mundo, era retenido y eventualmente golpeado para que no interfiriese, llama la atención –al margen de lo horripilante del caso en sí, de los hechos crudos- que las víctimas conociesen a los violadores. De hecho, en la víspera de los hechos los habían grabado con su cámara: eran siete campesinos que trabajaban en las plantaciones de los alrededores, agricultores humildes, gente sencilla, que se fijaron en la mujer, les pareció apetitosa y de repente se constituyeron en muta de caza y procedieron a la salvajada.

Muy inteligentes tampoco deben de ser, pues después de saciarse dejaron vivas a las víctimas, volvieron a sus azadas y ya han sido atrapados. Todos arrostran una posible condena a prisión perpetua, que es el castigo que allí se reserva a los violadores en manada.

Hay varones muy primitivos, muy poco articulados o muy reprimidos que, ante la visión de una silueta femenina más o menos estimulante, se lanzan instintivamente al contacto físico. En los transportes públicos parece que se dan, según dicen las estadísticas, muchos abusos, toqueteos y frotamientos no consentidos. Especialmente, en las horas punta. Hay en las redes algunos testimonios de ello. Sobre todo, en las temporadas cálidas, cuando las mujeres suelen vestir de forma más somera. No son violaciones, pero sí abusos sexuales oportunistas, actos reprobables.

Pues bien, teniendo esto en cuenta, se ha empezado a difundir, primero en el metro de Nueva York y de Londres, pero a partir del verano pasado también en el de París, la llamada subway shirt, la chemise de métro, o sea: la 'camisa de metro'.

Se trata, por lo general, de una prenda de tejido técnico, ligera, de largas hechuras, de color blanco, con mangas largas, sin forma y fácilmente plegable, como una especie de chubasquero, que se lleva en el bolso. Sobre todo, en verano.

Al bajar al metro, las mujeres (en fin, algunas mujeres) se endosan la 'camisa de metro' para no dejar al aire brazos, ni piernas, ni ombligo, ni escote y para que los salidos de turno no perciban sus curvas. O sea, se trata de una camisa desexualizadora y antierótica para evitar el manoseo o las miradas fijas y desagradables de los bonobos que andan por ahí sueltos. Cuando la mujer sale del metro se quita la camisa, la guarda en el bolso y, ¡adelante, luciendo el palmito!

Parece que en los transportes públicos es tan alta la proporción de sobones que se aprovechan de las aglomeraciones para entregarse a sus rijosos manejos, que varias ciudades han puesto en funcionamiento la segregación por género. Hay vagones sólo para mujeres –y otros sólo para varones— en México DF, en Tokio y en Río de Janeiro. También en Sao Paolo lo han intentado, según leí, pero sin demasiado éxito.

A la luz de estas realidades, hoy acaso no tendría gracia alguna aquel cuento de Cortázar en el que un chico tiene el hábito de jugar en el metro a que su mano se desliza, lenta, involuntariamente, por la barra metálica, acercándose a la mano de otra pasajera hasta establecer contacto con ella y ver qué pasa... si ella la retira o por el contrario...

Lo que entonces, en los años setenta, gracias a la habilidad narrativa del escritor, parecía un cuento un tanto surreal, romántico y sensual, y como una invitación a superar los convencionalismos de los trayectos rutinarios en transporte público, hoy suena a chorrada de mal gusto. También, hubo una época en que seguir por la calle a una mujer desconocida hasta el portal de su casa era rendirle un homenaje, como se ve en las novelas de Unamuno y de Proust, y hoy sería siniestro. 

Recurrir a la 'camisa de metro' supone una rendición. Por la mañana, antes de salir de casa para ir a la oficina, hay que comprobar si llevas las llaves, el móvil, el monedero, la tarjetrén… y la 'camisa de metro'. Cubrirse con ella es una forma de someterse o resignarse a una realidad desagradable, pero, a veces, es mejor renunciar a un derecho (en este caso, un derecho de libertad indumentaria) que defenderlo agotadoramente y sufrir pellizcos indeseados.

Tal vez, sería más justo obligar a los bonobos a ponerse camisas de fuerza al entrar en el metro y, en general, al circular entre sus semejantes. Sin embargo, esta medida preventiva es difícil de implementar, por ahora.