Parafraseando a Stefan Zweig, existen “momentos estelares” de la humanidad en que, al decir de Thomas Kuhn, se cambia de “paradigma”. Sea mayor, o menor, el grado de anglofilia o anglofobia de cada cual, no hay lugar a dudas de que el Londres victoriano fue una de esas épocas, uno de los lugares en nuestra historia colectiva, más fecundos para el progreso intelectual de nuestra propia especie. A modo visual, y no sólo artístico o propagandístico, el momento cúlmine de tal época fue la Exposición Mundial de 1851 y su Crystal Palace (posteriormente trasladado a las afueras de Londres, en Bromley, y convertido en museo).

Con el realismo pesimista que siempre le caracterizó, escribió Dostoievski refiriéndose al Palacio de Cristal, en Memorias del subsuelo: “Ustedes creen en el palacio de cristal, indestructible, eterno, al que no se le podrá sacar la lengua ni mostrar el puño a escondidas. Pues bien, yo desconfío de ese palacio de cristal, tal vez justamente porque es de cristal e indestructible y porque no se le podrá sacar la lengua, ni siquiera a escondidas”. En pro de la verdad, el propio edificio sí fue destruido, tras un incendio, pero lo que se mostró allí, sin lugar a dudas, ayudó a cambiar el mundo tal y como lo conocemos. Se mire por donde se mire, el Londres victoriano fue una segunda, e industrializada, Ilustración.

La Inglaterra de mediados a finales del siglo XVIII fue, con escaso margen para las dudas, la época de mayor progreso científico en la historia del hombre. Faltaría poco para la publicación de El origen de las especies de Charles Darwin (¿el científico más importante de cualquier época quizá?) y sería por aquel entonces cuando se expuso la primera maqueta de un dinosaurio (Megalosaurus, de quien, precisamente, en este febrero de 2024 se cumplen 200 años desde que fue así descrito por William Buckland, siendo el primer dinosaurio en ser reconocido como tal). Precisamente, en relación con los grandes saurios, la muestra en el Crystal Palace fue coordinada por Richard Owen (director del Museo de Historia Natural londinense, y acérrimo rival de Darwin y de su teoría de la evolución).

Es evidente que las recreaciones que allí se mostraron hoy no tienen cabida en la realidad científica, pero fueron toda una innovación y activaron la imaginación de muchos, así como la primera fiebre de “Dinomanía” conocida (véase el clásico El mundo perdido de Conan Doyle o la propia “aparición” del Megalosaurus en la Casa desolada de Charles Dickens). Testigos de aquel hito, aún se conservan las esculturas originales (tal y como eran concebidos por aquel entonces) de Megalosaurus o Iguanodon en el Crystal Palace Park, de Bromley, realizadas por Benjamin Waterhouse Hawkins (quien, posteriormente, colaboraría en el montaje del primer esqueleto de dinosaurio expuesto como tal, el, pico de pato, Hadrosaurus).

Cosas del destino, la otra gran novedad dentro de tan acristalado, e ilustre, edificio fue el que se mostrara, por primera vez, una recreación de los tesoros encontrados en las antiguas ciudades-palacio asirias de Nínive o Nimrud (Kalakh). En este caso, el comisario de lo mostrado en el Crystal Palace sobre el tema fue Austen Henry Layard, quien fuera un intrépido arqueólogo (al más puro estilo Indiana Jones), y también diplomático en Madrid. A él se debe el descubrimiento de las ruinas de la ciudad-palacio de Nimrud y, posteriormente, de la legendaria Nínive (si bien, en un principio pensó que la primera era la segunda…). Gracias a su interés y a la rivalidad inglesa con Francia (Botta había descubierto ya la ciudad de Jorsabad, vestigios de la cual se conservan en el Louvre), Londres pudo recibir los mejores vestigios de la esplendorosa civilización asiria (así, por ejemplo, los lammasu, o toros alados protectores).

Aun así, el mayor descubrimiento de Layard fue el de la biblioteca de Assurbanipal en Nínive. Gracias a este (y al posterior descubrimiento por Henry Rawlinson de un texto persa de la época de Darío el Grande, que permitió descifrar la escritura cuneiforme) se abrió al mundo entero el acceso al impresionante legado de las civilizaciones mesopotámicas. Las tablillas de Nínive fueron una suerte de Biblioteca de Alejandría anterior en los siglos. El poderoso monarca asirio mandó transcribir todo texto accesible y de interés en tablillas que se hicieron llegar a su palacio, para así atesorar todo el conocimiento posible de aquella época. Así conocimos a Gilgamesh (la primera gran epopeya) donde ya se hacía mención de temas bíblicos como el Diluvio (apareciendo Utnapishtim, es decir, el antecesor en el mito de Noé) y que forjó el ideario colectivo, continuado por los siglos de los siglos, de la búsqueda de la inmortalidad; también se tendría conocimiento de la leyenda de Sargón de Akkad (rescatado, siendo niño, de un cesto de mimbre depositado en el río, véase el mito de Moisés posterior).

Lo interesante de todo esto es que, en una misma época y lugar, el Imperio británico mostró al mundo muestras fidedignas de lo narrado en los textos bíblicos y, paradójicamente, los cimientos de la teoría de la Evolución. Los hallazgos de Layard, así como los de Botta para Francia, “privaron” a la actual Iraq de excepcionales restos arqueológicos (paradójicamente, salvándolos del Dáesh y resto de desalmados integristas). Cierto es que la Biblia maldijo a Nínive, pero Mesopotamia es un cimiento de Occidente (a las culturas allí establecidas debemos las primeras leyes propiamente dichas… y buena parte de las mayores contribuciones a la ciencia de las matemáticas: véase el teorema que no fue de Pitágoras --así la tablilla Plimpton--, el cálculo sexagesimal o la aproximación más exhaustiva a π).

En tiempos de cancelación y de tabúes, de nuevas modas y palabras vagas, quizá debamos plantearnos cuánto de comunicación y progreso tienen las estructuras cosmopolitas (llámense imperios) y si, acaso, ¿el saber, no lo puede todo?

“¿Qué nos ha aportado el Imperio romano?”, se plantean los Monty Python en La vida de Brian. Desde luego que mucho le debe el progreso científico e intelectual universal (si es que se pueden diferenciar) al Londres victoriano… por más que existan muchas sombras… ¡como todo en la vida!