Qué raro: hace ya algunos años que no me invita nadie a alguna de aquellas mesas redondas o a aquellos debates, que solían celebrarse en Madrid, pero a veces también en Barcelona, y en los que algunos escritores de ambas ciudades comparaban la vitalidad cultural de estas, sus relaciones, la fluidez de sus intercambios, sus históricos malentendidos, lo que dijo Unamuno y lo que dijo Maragall…
Ya no se celebran esos debates, esos simposios, sino muy de vez en cuando, y cuando se celebran se hace desganadamente, porque todos saben que de ellos no saldrá nada. Barcelona ya no cuenta, culturalmente. Lo que desde allí se diga, nadie lo quiere escuchar, no interesa, se le presta como máximo una educada atención mientras se piensa en otra cosa. Consecuencia, entre otras cosas, del procés, y sobre todo de la mentalidad narcisista y esterilizante que desembocó catastróficamente en él.
Ciertamente en un pasado no tan remoto Barcelona era el taller de las experimentaciones y “el sitio” adonde había que ir de vez en cuando para otear el futuro, para estar más cerca de Europa. No hace falta citar a Vargas Llosa y compañía. Por poner un ejemplo, todo el dinero que el señor Giró dilapidó en financiar las memeces de Carod Rovira y los ensueños independentistas de mil cretinos, era dinero que no afluía adonde hubiera fructificado.
Por poner otro ejemplo: Barcelona gastó una fortuna en el ridículo “yacimiento arqueológico del Born” (incluyendo un sueldo espléndido para Quim Torra, que bautizó aquellas ruinas como “la zona cero” de Barcelona) en vez de recibir allí la gran biblioteca que venía ya pagada hasta el último euro por el Ministerio de Cultura. Son despilfarros caprichosos que se dan a la voz de “serà per diners!” y que producen melancolía.
Ahora, en términos culturales, Barcelona no está más cerca de París; si acaso está más cerca de Amer, provincia de Girona, que dispone de una pastelería donde despachan unos xuixos sin duda suculentos. El caso es que a ningún creador en su sano juicio se le ocurriría ir a buscar inspiración, ambiente, estímulos, no digo ya enseñanzas, en nuestra querida y turística ciudad. Ésta ha dejado pasar el tren de la capitalidad cultural por motivos que todos conocemos. Cuando veo los presupuestos con los que están dotados el MACBA y el MNAC, casi me río.
Es una lástima, porque seguramente Barcelona alberga tanto talento individual, o más, que la capital. El talento, además, agradece, pero no exige que a su alrededor la comunidad sea floreciente. Kafka, Kavafis, Pessoa, crecieron e hicieron su obra en ambiente claramente provincianos, y su obra no deja de irradiar.
Pero duele un poco ver que se dejan pasar las oportunidades. Uno se consolaría pensando que de todas maneras con los trenes veloces que conectan las dos ciudades, Madrid es como un suburbio de Barcelona, o a la viceversa.
Pero es que resulta que Madrid, culturalmente, tampoco es precisamente Xanadú. Con demasiada frecuencia asoma el pelo de la dehesa. La capital de España no se toma la cultura en serio, con más ambición que la de tranquilizar a tal o cual colectivo para que no dé la lata. Es verdaderamente chocante que con la cantidad de dinero, público y privado, que afluye a la capital, con la presencia de tantas instituciones, fundaciones, empresas multinacionales, e incluso población rasa con tantos talentos particulares que florecen en los barrios y se buscan la vida, y con esa curiosidad y credulidad enternecedora de los habitantes hacia casi cualquier oferta artística o literaria, Madrid no sea una orgullosa capital cultural, un nódulo de creatividad influyente, no digamos ya en Europa sino por lo menos en Sudamérica, el área de influencia o de sinergia “natural” de nuestra cultura. No, no lo es, por más que el ayuntamiento haga de vez en cuando propaganda a partir del Museo del Prado, la Thyssen y el Reina Sofía.
La verdad es que España no se toma en serio la cultura. Basta ver la nómina de ministros del PSOE, por lo general gente indocumentada y transitoria --Màxim Huerta, Rodríguez Uribes, Montilla--, entre la que destacaba como excepción magnífica José Guirao, al que echaron del cargo antes de que pudiera cuajar una intervención seria en esta dinámica perezosa. Lo echaron por no ser un broncas, y porque no le gustaba ir a ver los partidos de fútbol. Y luego falleció.
En cuanto a la ciudad propiamente dicha, durante cuatro años ha sido concejala de Cultura Andrea Levy, parachutada desde Barcelona. Ya el hecho de que la pusieran ahí es signo elocuente del interés y conocimiento del PP en la complejidad de la cultura.
Como de nada vale lamentarse y gemiquear, acabaremos, por hoy, diciendo que hay que tener confianza en que el actual ministro, Ernest Urtasun, y la actual concejala, la escritora Marta Rivera de la Cruz, sean conscientes de todo esto que venimos señalando en estos párrafos –y que son, por cierto, vox populi-- y tengan la energía y la voluntad para hacer fructificar la fabulosa potencialidad de la capital. Nos convendría a todos.