Después de estas fiestas entrañables de Navidad, Año Nuevo y Reyes, después de estos días en que no ha habido que bajar a la mina, ni remar en las galeras, ni penar en la Oficina siniestra de Pablo, en La Codorniz, es hora de afrontar, supuestamente bien descansados y recargados de energía los depósitos del organismo, el año que empieza.

Pero será difícil encararlo animosamente, pues resulta que las fiestas dejan al personal completamente exhausto. En la prensa británica por estas fechas proliferan los artículos sobre brebajes détox, ayunos y dietas sanas, reposo y purificación de cuerpo y alma, con profusión de consejos de médicos y de recetas para revitalizar los cuerpos destruidos por los excesos.

Pasadas las fiestas, todo el mundo siente que necesita unas fiestas, otras fiestas para recuperarse de las fiestas.

Está la gente exhausta, agotada tanto en lo físico como en lo mental. La fatiga física que procuran las fiestas no hace falta describirla, responde a los excesos de los banquetes y a la ansiedad con que se circula de un sitio a otro, para no olvidarse de celebrar las fiestas con nadie, no olvidar a ningún pariente ni amigo, celebrar más y más reuniones donde comer y beber más de lo necesario y sano. Todo el mundo es Ray Liotta en Uno de los nuestros, que cada domingo se ve obligado a almorzar dos veces: primero, con la familia, y luego salir corriendo a comer otra vez, ahora con la amante. Con semejante régimen nada tiene de extraño que el pobre Liotta falleciese prematuramente. 

Eso, en cuanto a lo físico. En cuanto a la fatiga mental, es consecuencia de las constricciones en la conversación que nos autoimponemos en los numerosos encuentros sociales, concebidos como grandes reencuentros con la tribu y ecuménica celebración de la alegría y la concordia. Pero resulta que las cosas comunes son tan irritantes, y los discursos públicos –que cada ciudadano particular ha comprado creyendo que responde a sus más íntimas convicciones, pero que en realidad responde a según le va en la feria– son tan adversos y enconados, que es fácil que al menor roce salten chispas, y ofensitas, de manera que para evitar broncas todos acuden a las reuniones y banquetes en estado de alerta, con el pie apoyado en el pedal derecho, preparados para apretar el freno a la menor señal de una discusión de la que todos pueden salir dañados y nadie beneficiado.

Claro, esto es agotador. En estas fechas tan especiales, tan cargadas de emoción y de reencuentros, lo prudente y lo sensato es no hablar en la mesa de nada interesante o sea potencialmente conflictivo, ni manifestar ninguna opinión personal. Los temas importantes… mejor evitarlos. Si algún insensato saca el tema y se pone a defender a Israel contra Palestina, o a Palestina contra Israel, lo que hay que hacer es dedicarle una vaga sonrisa, girar la cabeza hacia el otro extremo de la mesa y cambiar de tema, diciéndole, por ejemplo, a la anfitriona: “Esa planta es preciosa, ¿de dónde la has sacado? Es un tipo de planta que siempre me ha gustado”.

Claro que así, eludiendo cualquier tema conflictivo, se baja el nivel de las conversaciones por debajo del nivel del suelo. En bien de la concordia y la armonía se despliega un amplio movimiento colectivo hacia abajo, hacia los estratos más bajos del consenso, tangentes con la afasia: a esa zona de temáticas inocuas donde se comentan los restaurantes que se han descubierto durante el año, los lugares amenos que se ha frecuentado, las anécdotas graciosas que ya todos conocen, las últimas series cinematográficas a las que nos hemos “hecho adictos”.

--Es coreana, es buenísima, no os la perdáis.

Se habla con precaución, con el máximo cuidado de no decir nada, y de no dejar ningún flanco expuesto. La conversación es un ejercicio de retórica hueca. Están admitidas las pullitas al cuñado más simplón, siempre que no sean demasiado hirientes.

La extrema contradicción entre el movimiento desaforado de estos días, de fiesta en fiesta, y conversaciones nulas, produce en la mente y el organismo unos cortocircuitos que lo dejan derrengado.         

Que no pare la fiesta. En este sentido, el mejor resumen que pueda hacerse de estas entrañables fiestas son los programas televisivos de Año Nuevo, llenos de tontilocos disfrazados con lentejuelas y micrófono en mano, poseídos por el baile de San Vito, que se mueven sin sentido al son de músicas tribales, absurdas sin excepción. Sustituidos, a la mañana siguiente, por ese público a la vez apolillado e infantil que en el Musikverein de Viena da palmas al ritmo de La marcha Radetzky.

Y luego, vuelta a la mina, a la oficina siniestra, al remo del galeote.

Después de las fiestas serían necesarias otras fiestas, de otro estilo, quizá de cartujos en el monte Athos. Y después de estas, acaso, todavía, otras fiestas más.