En política, si una idea errónea o, cuando menos, de dudoso acomodo en la realidad no se corrige a tiempo se ideologiza, deja de pensarse, deviene creencia, arraiga como una verdad e incluso se formaliza en acuerdos políticos y puede también aparecer sinuosamente en preámbulos de leyes.
Ha ocurrido con las ideas propagadas por el independentismo, repetidas hasta la saciedad, del conflicto de Cataluña con España y de la judicialización de la política referida a los actos de los separatistas.
Por su hegemonía cultural en Cataluña, los independentistas llegaron a convencer ideológicamente de que existía un conflicto de Cataluña –de toda Cataluña, cuya representación se arrogan– con España o con el Estado, terminológicamente indistintos para ellos y los hegemonizados, pues a España la llaman “Estado” –recuérdese aquel ridículo “llueve en todo el Estado”, finalmente sustituido por “llueve en la Península” con tal de no pronunciar la demonizada palabra “España”–.
¿Pero de qué conflicto hablan? La materialidad del conflicto, objetivamente acotado, se reduce a dineros, trenes, carreteras, aeropuertos, depuradoras, desalinizadoras, etcétera, algo que se puede negociar –incluso a cara de perro–; el resto del supuesto conflicto es ideología o algo que Cataluña ya tiene, como el reconocimiento estatutario de su singularidad, al que se pueden añadir precisiones y florones, claro que sí.
Hablan de “su conflicto”, del conflicto que fueron montando pieza a pieza a lo largo del procés en torno a una secesión de Cataluña hasta convertirlo, a su decir, en el “conflicto de Cataluña”. Naturalmente, a medida que se iban adentrando en el procés fueron topando más y más con las instituciones y las leyes del Estado de Derecho, dando más verosimilitud a la existencia de un conflicto general.
Cuando en una democracia existe un conflicto, se hace sentir, o sea, los ciudadanos lo sienten como propio. En el caso del conflicto independentista es un sentir muy inducido y alimentado por la ideología procesista; aun así, vale la pena pasar lista.
¿Sienten como propio el conflicto independentista los dos millones de catalanes en riesgo de pobreza y marginación social? ¿Lo sienten los más de dos millones y medio de catalanes que en las elecciones generales del 23J no votaron por las formaciones políticas que sostienen empecinadamente que hay un conflicto con España? El conflicto sería sentido por una franja limitada de la población de Cataluña, no puede hablarse de “conflicto de Cataluña”, todo lo más de “conflicto en Cataluña”.
Que los dirigentes independentistas y sus “soldados” toparan repetidamente con las leyes y, en primer lugar, con la Constitución, lo llaman judicialización de la política en un doble sentido: el rechazo a someterse al Estado de Derecho, negando la legitimidad de los tribunales, en particular del Tribunal Constitucional, considerado “falto de legitimidad y de competencia” –como proclamó la insólita Resolución 1/XI de 2015 del Parlament, aprobada por la mayoría absoluta independentista– y la afirmación de que no cometieron ningún delito, con lo que la intervención de los tribunales sería pura represión.
Se acusa al Gobierno de Mariano Rajoy de haber pasado la patata caliente del procés a los tribunales, cierto en parte, falso por principio. Cierto porque el Gobierno del PP no supo, no quiso, no pudo –tres grados distintos de responsabilidad– dar una respuesta negociadora a los contenidos materiales que planteaba el entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, y que de haber sido negociados se habrían eliminado o reducido reivindicaciones materiales justificadas y transversalmente compartidas en Cataluña y, en consecuencia, habría disminuido la base social del independentismo.
Falso porque ante vulneraciones de las leyes tipificadas como delito, el Ministerio Fiscal y los órganos judiciales, instituciones del Poder Judicial, pilar del Estado democrático de Derecho, están obligados a actuar, no existe una eximente política, negar esa obligación nos deja sin seguridad jurídica, inermes frente a la delincuencia de cualquier orden.
La severidad que se pretende que han aplicado los tribunales en las sentencias a los independentistas condenados tiene un amplio sistema de verificación y, en su caso, de corrección, que llega hasta las últimas instancias de los tribunales internacionales. La ley es dura, pero es ley.
Si resulta que su conflicto se reconoce como conflicto de Cataluña y se sustrae a los tribunales el encausamiento de actos tipificables como delito, entonces los procesistas salen bien librados de su aventurismo, salvo que a lo largo de la legislatura se corrija lo que ha sido mal concebido por unos y generosamente aceptado por otros.
Hay que dar una respuesta política al conflicto de los independentistas, sin duda, pero valorada en sus justos términos y considerado su peso real en la sociedad, aunque hoy su peso está adulterado por el valor casual de sus votos en el Congreso de los Diputados.