El principal problema de América Latina han sido y siguen siendo sus políticos. Si la izquierda gana las elecciones, las medidas adoptadas generalmente tienen un carácter populista y constituyen pan para hoy y hambre para mañana. A corto plazo, a través de diversos subsidios, consiguen mejorar el nivel de vida de las familias más humildes.

La mayoría de sus dirigentes prefiere concederles subvenciones a facilitar su acceso a una ocupación, pues la primera opción logra más rápidamente el resultado buscado y fideliza en mayor medida sus votos. Sin embargo, en términos económicos, hay una gran diferencia entre una y otra, pues la alternativa inicial genera un aumento del PIB superior al proporcionado por la última.

No obstante, si el elevado aumento del gasto público es financiado en una sustancial medida por la emisión de moneda, a medio plazo el país entra en un período de recesión económica o escaso crecimiento del PIB. Una coyuntura generalmente acompañada de una elevada inflación, un considerable déficit público, una balanza por cuenta corriente deficitaria y una notable depreciación de la divisa nacional.

Si gobierna la derecha, la mayor parte de sus políticas económicas están inspiradas en la doctrina neoliberal y reflejadas en el documento conocido como el Consenso de Washington (1990). La burguesía constituye el segmento de población más beneficiado por ellas y los obreros, el más perjudicado. Por eso, sus repercusiones generan un aumento de la desigualdad en la distribución de la renta.

Algunas de las actuaciones más destacadas de sus ejecutivos fueron la privatización de numerosas empresas públicas, la liberalización comercial y financiera, la reducción de impuestos, la desregulación de la actividad económica, la flexibilización del mercado laboral y la disminución del gasto social.

Un claro ejemplo de aplicación de ambos tipos de políticas económicas lo constituye Argentina. Desde el retorno de la democracia en 1983, ni unas ni otras han tenido éxito y el país ha ido de mal en peor. Según Maddison Project, entre la anterior fecha y 2018, el PIB per cápita en dólares del país austral medido a precios constantes aumentó el 60,6%. Un incremento mucho menor que el 84,9% de Brasil, el 102,2% de Colombia, el 121,2% de España y el 175,7% de Chile.

En dicha etapa, los únicos períodos donde Argentina ha logrado un elevado crecimiento económico han tenido como causa una salida vigorosa de una crisis (efecto rebote), un gran aumento del precio de las materias primas agrícolas (especialmente de la soja) y un contexto internacional caracterizado por la debilidad del dólar y unos bajos tipos de interés en EEUU.

Unas políticas similares a las inicialmente descritas fueron adoptadas por Raúl Alfonsín (1983-89) y el kirchnerismo (2003-15 y 2019-23). No obstante, desarrolladas en un distinto contexto económico, social y político. El principal objetivo del primero era la consolidación de la democracia, la recuperación por parte de los ciudadanos de los derechos perdidos durante la dictadura militar y la creación de un Estado del bienestar.

Para el matrimonio, la primordial meta era la recuperación macroeconómica y de la clase media después de la gran crisis generada por la ley de convertibilidad entre 1998 y 2001, cuya principal repercusión fue una caída del PIB del 10,9% en 2002. No obstante, Alfonsín y los Kirchner tuvieron distinta suerte económica, pues el precio de las materias primas alimentarias disminuyó durante la presidencia del primero y aumentó en la mayor parte de la estancia en el poder de los segundos.

En la campaña electoral de 1983, Alfonsín pronunció su frase más célebre y la que identificó en mayor medida su actuación en los años posteriores: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Para intentar convertir sus promesas en realidad, efectuó un elevado gasto público financiado esencialmente por el banco central, pues ni consiguió aumentar sustancialmente la recaudación de impuestos ni logró atraer muchos capitales foráneos.

Su política económica comportó desastrosas consecuencias para el país. En 1989, el PIB disminuyó un 7%, la inflación media se situó en el 3.079,8%, el déficit público llegó al 10% y el porcentaje de dicho déficit financiado por la emisión de moneda alcanzó un 60%. Dicha situación le obligó a adelantar las elecciones y posteriormente a dimitir, para que su sucesor accediera a la presidencia antes de lo inicialmente previsto.

En el ejercicio previo, Argentina había declarado el impago de la deuda externa, en parte debido a la mala gestión del Ejecutivo, pero especialmente por la envenenada herencia dejada por la dictadura militar. En 1982, los generales convirtieron en endeudamiento público una gran parte del incurrido por las empresas privadas y triplicaron la cuantía del primero. A pesar de su equivocada política económica, en una reciente encuesta, los argentinos calificaron a Alfonsín como el mejor presidente del país durante los últimos 40 años.

Las medidas neoliberales fueron adoptadas por Carlos Menem (1989-99). Con la finalidad de atajar una elevada hiperinflación (un 2.314% en 1990), en abril de 1991, a instancias del FMI, su Gobierno impulsó una ley de convertibilidad. A partir de enero de 1992, dicha norma aseguró la inmediata conversión de pesos a dólares a un tipo de cambio irrevocablemente fijo: 1 a 1.

En realidad, el plan de convertibilidad consistía en una dolarización encubierta de la economía argentina. Una opción muy similar a la prometida por Javier Milei durante su campaña electoral. Para el FMI, el país austral se convertía en un conejillo de indias donde probar las ventajas e inconvenientes generados por el retorno del patrón oro, un sistema monetario internacional cuya desaparición tuvo lugar en 1914.

En los años previos, el regreso de dicho patrón era una opción defendida por algunos académicos y columnistas del Wall Street Journal por sus supuestos beneficios para la obtención de la estabilidad de precios, el equilibrio de la balanza por cuenta corriente y el impulso del comercio internacional. No obstante, en su reedición, la función desarrollada antiguamente por el oro sería efectuada por la moneda americana.

La plena convertibilidad de los pesos en dólares limitaba considerablemente las funciones del Banco Central de la República Argentina. A partir de abril de 1991, dicha entidad financiera se convirtió en una caja de conversión, pues solo podía emitir pesos si obtenía dólares. De esta manera, la moneda argentina se convertía en una divisa muy fiable, pues todas sus unidades estaban respaldadas por la de EEUU.

La dolarización encubierta constituyó un rotundo fracaso y generó una gran crisis entre 1998 y 2001, cuyo principal impacto sobre el PIB tuvo lugar en 2002. A pesar de ello, durante los primeros años, funcionó muy bien, pues el país obtuvo las reservas exteriores que necesitó. Las consiguió mediante la privatización de las empresas públicas, la consecución de un superávit en la balanza por cuenta corriente gracias a un dólar débil y la gran aceptación de la deuda del país en los mercados internacionales.

No obstante, el embrujo de los primeros años se convirtió en desencanto, cuando en julio de 1997 Tailandia padeció una crisis cambiaria. Su extensión a los países de América Latina comportó una elevada depreciación del real brasileño, el peso chileno y otras divisas de la región respecto al dólar.

Dicha depreciación provocó un gran déficit en la balanza por cuenta corriente de Argentina, una aversión a la compra de deuda de los países emergentes por parte de los inversores internacionales, la instauración del corralito y el corralón y la eliminación del tipo de cambio irrevocablemente fijo entre el dólar y el peso. Para salir de la crisis, el Gobierno de Duhalde aceptó en 2002 una depreciación de la moneda argentina del 70,3%.

En definitiva, en las últimas elecciones, los argentinos elegían entre el malo y el peor. Decidieron escoger al último y Javier Milei se convertirá el próximo 10 de diciembre en presidente de Argentina. Su propuesta estrella, que él calificaba como un gran cambio, ya la aplicó Menem en la década de los 90.

Sus consecuencias fueron desastrosas para la inmensa mayoría de la población, pero muy positivas para la burguesía que se desprendió de los pesos, los convirtió en dólares y los llevó al extranjero. Unos años después, pudo comprar al precio de las mejores rebajas de enero de la historia casi cualquier empresa, inmueble o terreno de su país.

Si la aplica Milei, el resultado tarde o temprano será el mismo. El ciclo económico de EEUU y Argentina no es el mismo, aunque la política monetaria de la Reserva Federal afecte por igual a ambos países. Por tanto, en algún ejercicio, dicha política beneficiará al primer país y perjudicará al segundo. Si así sucede, la nación austral volverá a una crisis de una intensidad similar a la observada entre 1998 y 2001, si insiste en utilizar al dólar como su moneda nacional.

Por consiguiente, aunque Argentina ofrezca buenas noticias económicas durante un tiempo, no se fíen de ellas. Su final está escrito y no es nada bueno. Para que este llegue muy tarde o no lo haga nunca, es imprescindible que el país tenga mucha suerte. Más o menos la que tendría un ciudadano al que todos los años le toca el premio gordo en el sorteo de la lotería de Navidad. Una opción estadísticamente imposible.