El debate no ha defraudado a diputados, militantes y fieles de los principales partidos con asiento en el Congreso. Sus señorías, con mejor o peor oratoria, han conseguido que las sesiones sean vistas como un espectáculo, otro más de este mundo sobresaturado con tantas píldoras audiovisuales disponibles en redes y demás plataformas.

Dos ejemplos. Los “no” con los que los diputados populares coreaban el final de una sarta de sentencias de Feijóo fueron la oralización del colmo del borreguismo, ridículo y huero. Las inquietantes y extemporáneas carcajadas de Sánchez me recordaron las risas de aquel enloquecido sepulturero sevillano ante algunos cadáveres. Los aplausos de una y otra grey evocaban al público del club de la comedia que bate palmas mientras ríe a mandíbula batiente, sin ningún control de las expresiones corporales.

Con este debate se ha reforzado entre muchos españoles la percepción –desengañada y desencantada– de la polarización política. Esta tragicómica investidura ha comenzado a enterrar el modelo de una democracia liberal dirigida mediante la persuasión y el interés de los grupos políticos hegemónicos.

El punto de inflexión puede ser decisivo –y de no retorno– si se rompe el principio de poder democrático representativo que la hegemonía cultural dominante había conseguido imponer desde la Transición. El salto cualitativo puede ser definitivo hacia un escenario donde impere el desprecio hacia la política y sus actores, y el destrudo como fuente de toda agresión.

El bloque encabezado por Sánchez ha intentado persuadir/imponer a la opinión pública que sus acuerdos son un mal menor por el bien mayor que generan: el freno a la ultraderecha. El simplismo ideológico del tal axioma es compartido y monetizado por sus aliados de la izquierda identitaria y demás socios nacional-independentistas. Así, la señora de Bildu no ha tenido empacho en amenazar a todos los españoles y españolas reiterando la consabida falacia: “Somos los independentistas los que impedimos que los reaccionarios lleguen al poder. Que nadie lo olvide”. Al menos Aitor Esteban, menos engreído y más entonado con el deplorable ambiente de club de la comedia, ha avisado a Feijóo que su “tractor tiene gripado el motor por usar aceite Vox”.

Quizás sea tarde cuando el PSOE y el PP caigan en la cuenta de que esta polarización no va ya de izquierda progre frente a derecha facha, sino de nacional-españolismo versus nacional-independentismo. Tomar partido por uno de los dos bandos ultras y reaccionarios es fomentar el creciente conflicto entre fieles creyentes, en uno u otro dogma.

El enfrentamiento identitario que ha inoculado el procés en el resto de España es su mayor éxito. Laura Borràs tiene razón cuando celebra que ahora el conflicto es entre españoles. De ese modo, los separatistas lamen su sonoro fracaso, después de la aplicación blandengue del 155 y de la sentencia del Supremo, mientras preparan su nueva y anhelada salida de la “senda constitucional”.

La situación es muy grave. Harían bien sus señorías en dejar de aplaudir y reír tanto, porque podría ocurrir que a ojos de la ciudadanía estén dando la impresión de que se están riendo del común de los contribuyentes que mantienen con mucho esfuerzo sus asientos, dietas y demás ocurrencias.

Harían bien en tener oficio y beneficio antes de ser políticos, y de ese modo poder ejercer como representantes dignos de todos los ciudadanos españoles y demócratas, por interés general y en ese orden. Así sus carcajadas en el hemiciclo no serían tan sumisas ni nerviosas, ni se repetirían comentarios y gestos propios de un club de la comedia.