Hay dos instantes, ambos de noche, uno quizás de madrugada, que suelen ser los primeros que acuden a mi memoria cuando recuerdo aquellos primeros días de octubre de 2017, aquellos ocho días que transcurrieron entre el referéndum ilegal del 1 de octubre y la gran manifestación constitucionalista del domingo siguiente en Barcelona.

El primero es una conversación con mi padre, en la que le rogué por teléfono que él y mi madre, ambos jubilados ya, se marcharan inmediatamente de Cataluña, para que, llegado el caso, mi mujer y mis hijos tuvieran adónde ir: mi hija todavía no había cumplido un año, mi hijo acababa de cumplir ocho, y yo ya había asumido que, llegado el caso, no me podría ir con ellos.

Quizás por eso –y ese es el segundo instante–, durante una de aquellas madrugadas en las que no podía dormir, empecé a pasear de un lado al otro del comedor de mi casa, mascullando algo que no recuerdo, algo que no era sino el reverso de la impotencia ante un escenario cuyo alcance era imprevisible. Me acordaba de la incredulidad y frustración de Stefan Zweig en El mundo de ayer. Pero a la vez me preguntaba si quizás mi mujer no tenía razón cuando me decía que estaba exagerando.

Sin embargo, había un crescendo de odio muy palpable. Después de ver el hostigamiento a la Guardia Civil y la Policía Nacional en sus hoteles, alentado por las autoridades locales, dije en mi muro de Facebook, de un modo tan pretencioso como sombrío, que había leído lo suficiente como para saber que el clima ya era de pre guerra civil. En los momentos en los que intentaba despejar aquella bruma funesta, siempre había algo que me volvía a sumir en la preocupación: recuerdo a un compañero de trabajo confesarme que su mujer y él iban a alquilar algo en Francia para poder huir si la cosa se ponía fea de verdad.

No ayudó a mi estado de ánimo el ambiente en la enseñanza. El día 2 de octubre mis compañeros parecían jugar a la revolución: al llegar al instituto hacían corrillos para acordar cómo expresar su repulsa por lo ocurrido el día antes. Primero convocaron un paro a media mañana, en el patio, en pleno horario lectivo, al que se llevaron a los alumnos. Creo que fuimos tres los profesores que no salimos. La segunda decisión tuvo algo de recochineo: llevaron a la sala de profesores una urna del 9N para que todos votáramos si estábamos a favor de publicar un comunicado como centro. Lo han oído bien: una urna del 9N para aprobar una declaración institucional después de haber decidido, entre unos cuantos, hacer un paro con los alumnos en medio del horario lectivo y señalar así a los disidentes.

Al día siguiente fue el llamado “paro de país”, y todavía recuerdo el nudo en el estómago con el que salí de casa para ir al instituto. Quizás era más fácil quedarse en casa, pero la noche anterior había recibido el mensaje de algunos alumnos de bachillerato que me preguntaban si iría, porque ellos querían asistir a clase, aunque temían quedar señalados. Al final no fueron. Pero yo sí, en parte por ellos.

Y ese nudo en la boca del estómago que estuvo yendo y viniendo durante aquellas horas se deshizo aquel mismo día por la tarde, en Figueres, cuando en medio de la manifestación convocada por los independentistas aparecieron unos chavales con unas banderas españolas, unos curritos o hijos de curritos, cantando: “No somos fachas, somos españoles”. Al llegar a casa, escribí un texto, titulado El rumor de los desarraigados, en el que elogiaba el arrojo de aquellos jóvenes, aquella reivindicación desinhibida de la ciudadanía compartida, de la patria común, en un entorno hostil, aquella reivindicación que de algún modo prefiguró una esperanza que adoptaría su forma más plena unos días después, en la manifestación del domingo.

De aquella esperanza no queda apenas nada. Ha sido el propio Gobierno de la nación el que ha ido dilapidándola, con la complicidad de unos votantes que aceptaron hace tiempo la estrategia de igualación: los que simplemente queríamos que se cumpliera la ley éramos tan culpables como los que decidieron saltársela. Así que había que olvidarlo todo, en especial lo que hicieron aquellos que repiten que lo volverán a hacer. Y ese proceso de olvido va a entrar en su última fase con la tramitación de la amnistía. En pocos meses, será como si nada hubiera ocurrido. Eso es la amnistía, etimológicamente una “no-memoria”. Y la propiciará otra “no-memoria”, la amnesia voluntaria que decidieron aplicarse muchos catalanes no independentistas.

Que la amnistía no es por el bien de España sino por el de Sánchez lo saben hasta sus votantes. Pero que la mayoría de la sociedad catalana está por la amnistía, o por la amnesia, o por un olvido selectivo lo constata el resultado de las últimas elecciones. Al fin y al cabo, olvidar lo que ocurrió evita rendir cuentas a la propia conciencia. Allá cada cual con la suya. Pero por más amnistía que se apruebe, por más amnesia voluntaria que quieran imponerse algunos, los hechos fueron los que fueron y nos llevaron adonde nos llevaron: al borde de un desfiladero. Y mientras quede aliento habrá que conjurar ese olvido de la misma forma en que empezamos a conjurar el silencio en Cataluña: contándolo y recordándolo todo. Una y otra vez. Sin tregua. Sin descanso. Y sin pedir perdón por hacerlo.