Bajo el título Un moño perfecto para una heredera perfecta, escribe Elena Benavente: “Desde que entró en la Academia Militar, el pasado 17 de agoto, la Heredera ha superado todas las expectativas. Ha demostrado su fuerza en el agua, su capacidad para camuflarse, disparar y cuadrarse frente a sus superiores. Pero también nos ha sorprendido su estilismo capilar”.
Se refiere al moño que lucía la princesa. Y acompaña a este texto, en la página de El Mundo del pasado 12 de octubre, una foto en la que se puede observar el elaborado, compacto, efectivamente perfecto moño que lucía Leonor en la efeméride, un moño que da idea de las cosas que se hacen con voluntad de perfección y a conciencia.
No sé por qué no sólo me emocionaron esas líneas, sino que me trastornó, o casi, ver lo bien hecho que en verdad estaba ese moño. Supongo que es porque, ya plenamente consciente de que la perfección en términos generales es inalcanzable, nos conmueve su posibilidad cuando la vemos realizada, lograda, en aspectos de detalle, como en este caso, en el moño. Será una pequeñez, sí, pero una pequeñez perfecta. “El mundo –me dije viendo la foto del moño– puede andar muy equivocado y por caminos de perdición, todos los seres humanos nos equivocamos y nos pasamos la vida metiendo la pata y luego arrepintiéndonos, vale, de acuerdo, ¡pero el moño de Leonor era perfecto!”.
Desde luego ni un moño ni un poema de Rubén Darío ni nada frenará la deriva del mundo, pero de momento ahí queda eso. Es la perfección total, lograda, de lo secundario e insignificante. A Proust, el director de Le Figaro le pidió que escribiera la crónica de una fiesta de la alta sociedad; como su texto era demasiado largo, le cortó unos párrafos en los que describía con todo lujo de detalles los vestidos de las invitadas, las telas, las formas, los colores, los brillos, el frufrú. Proust luego se quejaba: “¡Pero por qué me ha cortado esos párrafos, si los vestidos eran lo mejor de la fiesta!”.
No cabe duda de que estaba en lo cierto. La fiesta era un rollo, pero los vestidos de las mujeres, elegantísimos, un sueño de seda, satén, tafetán. Y de la misma manera, las fiestas militares suelen ser bastante tediosas, pero esta a la que nos referimos estaba realzada, incluso salvada, por el moño perfecto de la princesa.
En el semáforo está a nuestro lado una mujer muy mal vestida, pero va calzada con unos zapatos rojos de pura fantasía que cortan el aliento de quien los vea, zapatos que provocan síncopes. Cada vez que voy a casa de una amiga me quedo embobado mirando un florero de vidrio de la casa Sommerso que tiene sobre la mesa y que es una maravilla. Como es muy generosa, sé que si se lo pidiera me lo regalaría sin vacilar. Pero me basta con verlo y con tener muy clara su idea. Poseer las cosas, coleccionarlas, en realidad nunca me ha interesado, pero sé reconocer su perfección, más meritoria en un contexto tan imperfecto como es la vida.
Viendo esos bonitos cabellos de la princesa tan perfectamente anudados, componiendo una forma geométrica compacta, densa, apretada, exacta como la representación de un arquetipo geométrico, me he acordado de Odradek, el ser de un cuento de Kafka con forma de estrella plana, cubierta de pedazos de hilo, de cuyo centro sale un palito… “Aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí”.
Quizá el lector recuerde que Odradek es muy movedizo, habita en cualquier sitio de la casa, a veces desaparece y al cabo de unas semanas vuelve a ser visto:
“A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.
–¿Cómo te llamas? –le pregunto.
–Odradek –me contesta.
–¿Y dónde vives?
–Domicilio indeterminado –dice y se ríe”.
Etcétera. Es un cuento muy corto y genial, titulado Las preocupaciones de un padre de familia.
Estoy casi seguro de que Edward Gorey encontró en él inspiración para la que para mí es su más preciosa historieta, The doubtful guest. Ese “Huésped incierto” es un animal extraño y mudo, del tamaño de un niño, de patas cortas, como un pingüino peludo, con bufanda y zapatillas de baloncesto, que se cuela en la mansión de una familia aristocrática, con un padre imponente y barbudo, donde se comporta a veces de forma retraída y a veces traviesa, y aparece y desaparece en los lugares menos pensados… En la última página se nos informa de que “el Huésped ha estado en la casa diecisiete años y no muestra intención de irse”.
Moño de princesa, vestidos de una fiesta borrados de la crónica, zapatos rojos, jarrón de Sommerso, Odradek, Huésped incierto… el mundo está lleno de cosas perfectas. Y tengo yo en casa alguna otra cosa que tampoco está mal.