Este lunes 16 de octubre nos dejó el rinoceronte Pedro. Grisáceo, vetusto, aparente testigo de cien batallas, el más longevo en Europa de entre los perisodáctilos (ungulados con dedos impares: grupo al que pertenecen rinocerontes, tapires y equinos) cornudos ha fallecido a la elevada edad de 53 o 54 años estimados (cuando en la naturaleza a duras penas superan la cuarentena). Bonachón, tranquilo y hasta cariñoso con sus cuidadores, dista mucho de sus rancias recreaciones en películas de safaris añejas. Pertenecía a la subespecie de rinoceronte blanco meridional (Ceratotherium simun simun), clasificada como “casi amenazada” (el blanco septentrional se halla funcionalmente extinto al morir hace unos años el último macho).

El –en denominación ya totalmente obsoleta– bonachón paquidermo ha sido testigo de los cambios en la moral colectiva, auge y caída de los parques zoológicos. Llegó procedente de Sudáfrica allá por los años setenta, residiendo anteriormente en el antiguo Rioleón Safari (posterior Aqualeón). De allá, embargo mediante, fue a parar al Zoológico de Barcelona (recinto especialmente especializado en individuos geriátricos de megafauna africana, véanse los elefantes aún residentes).  

Pedro representa un legado de animales en decadencia. Antaño varias especies poblaron la Tierra, desde el celebérrimo rinoceronte lanudo (primo mayor del actual, y en peligro crítico de extinción, rinoceronte de Sumatra) hasta el Paraceratherium (antiguamente conocido como Indricotherium o Baluchitherium) que, con sus casi siete metros de altura y ocho de largo, fue el mayor mamífero terrestre jamás conocido (viviendo por Eurasia hasta hace, aproximadamente, algo más de 20 millones de años, durante el Oligoceno), además de servir de inspiración para el famoso andante acorazado imperial de Star Wars: AT-AT.

Actualmente sólo habitan la Tierra dos especies africanas (el blanco y el negro) y tres asiáticas (indio, de Sumatra y de Java), todas ellas gravemente amenazadas por la estupidez humana en una de sus más dañinas expresiones: su caza furtiva hasta la casi extinción por la obtención de cuernos hechos de queratina (con iguales compuestos que las uñas del pie o de la mano humanas) para la fabricación de mangos para puñales en Yemen o polvo para supercherías de la medicina tradicional asiática.

Pedro ha dejado la existencia terrena, pero no el debate. Pese a no pasar la prueba de Gordon Gallup (o prueba del espejo), no siendo autoconsciente, a diferencia de elefantes, grandes simios, córvidos o cetáceos, es polémico si él, como cualquier otro animal, cuanto menos los antiguamente denominados “superiores”, es sujeto de derechos. Para Aristóteles, los animales no sólo no eran titulares de derechos, sino que “para todos ellos es mejor estar gobernados por el ser humano, pues así obtienen seguridad”. En Roma, y para nuestro propio Código Civil hasta tiempos muy recientes, la consideración de los animales era de “cosa” (requiriendo los animales de tiro –los caballos y asnos, parientes del rinoceronte, por ejemplo– mayores requisitos para su transacción: res mancipi, como los esclavos). Kant consideró que pudieren ser, indirectamente, sujetos de un cierto respeto moral. Buena parte de la discusión actual estriba en si hace falta ser un “animal racional” para gozar de derechos, por más que Jeremy Bentham ya hablara de que la clave no es el raciocinio o la capacidad de hablar, sino si pueden sufrir.

Autores como Peter Singer, encontrando seguidores en España con propuestas como el fallido Proyecto Gran Simio, abogan por el reconocimiento y cuasi equiparación de gorilas, bonobos, chimpancés u orangutanes con el ser humano o, como le llama Desmond Morris, “mono desnudo”. Por su parte, paradójicamente, tal vez el más célebre de los etólogos-primatólogos actuales, Frans De Waal, considera que los animales no tienen formalmente derechos (lo cual no implica que no deban ser respetados ni mucho menos) porque “dar derechos a los animales se basa totalmente en nuestra buena voluntad. Por consiguiente, los animales solo tendrán aquellos derechos que estemos dispuestos a darles”. Quizás quepa distinguir entre “tener” y “ejercer” y saber buscar los intermedios y soluciones de compromiso entre la tradición grecolatina y los radicales postulados acusadores de “especismo”.

Más allá de la eterna, y quizá interminable, discusión moral y jurídica, no existe naturaleza ajena a lo humano ni humano que no forme parte de la naturaleza. Vivimos en lo que algunos denominan Antropoceno y toda la vida en la Tierra, al menos la de cierto tamaño, depende de nosotros. No cabe duda de que la libertad siempre será preferible al cautiverio, pero negar la necesidad de mecanismos de salvaguardia y preservación es como querer vivir en una sociedad de ángeles sin penas ni cárceles.

El ciervo del Padre David, el bisonte europeo, el caballo de Przewalski… son especies que han sobrevivido gracias a la existencia de resortes en cautiverio. Siguiendo el planeta los actuales derroteros es imprescindible que persistan individuos de especies protegidas en espacios libres de amenazas. ¿Pero son necesarios los parques zoológicos? Pedro nos ha dejado y difícilmente verá Barcelona un nuevo rinoceronte. En Madrid los hay blancos e indios e incluso crían en Benidorm estos últimos. ¿Cuál es el equilibro entre exhibición y conservación, entre protección y cautiverio?

En términos geológicos nuestra época será sin duda la Sexta Extinción, pero, si alguna especie racional nos sobrevive, se estudiará sumando todas las especies de megafauna extintas en menos de un millón de años (véase al mamut, al dientes de sable, al rinoceronte lanudo o al perezoso gigante –siendo el primero que se describió u holotipo, por cierto, el presente en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid–, por poner algunos ejemplos). La escala geológica es abrumadora frente a la existencia humana, y un millón de años acaso le parezca a nuestro planeta Tierra un telediario. El caballo “ha evolucionado” siendo un perisodáctilo útil y querido para el hombre (un superviviente de la Edad de Hielo) garantizando su existencia, lo mismo que el resto de nuestros animales domésticos (que superan, y en mucho, según recientes estadísticas, a los niños recién nacidos). No hay naturaleza sin ser humano, ni humano sensible, y que le conociera, que no vaya a extrañar a Pedro. Difícilmente no preguntarán más por él mis sobrinos cuando volvamos a visitar el Zoo de Barcelona… ¡Adiós, entrañable embajador de nuestra más querida fauna planetaria! ¡Adiós, Pedro!