La educación es uno de los ámbitos que mejor reflejan la confusión de nuestros tiempos. Todos valoramos su papel troncal en una sociedad moderna y, más o menos, también venimos a coincidir en la necesidad de su reforma y mejora. Pero, a partir de ese lugar común, las posiciones de unos y otros son radicalmente diferentes y, a menudo, simplistas e interesadas. Me permito compartir con mis lectores dos consideraciones acerca de la educación de los adinerados y la de los pobres.

Hace unas décadas, el discurso dominante hablaba de la práctica desaparición de las ideologías, dado que unas pocas ideas habían acabado por triunfar en todo el planeta y nos conducirían a un bienestar generalizado. La pobreza, la complejidad y las diferencias formaban parte del pasado y así, por ejemplo, para qué la política si, simplemente, se trataba de gestionar los asuntos públicos como si fueran una empresa. De la misma manera, una apuesta radical por el conocimiento práctico, aparcando todo aquel saber que no se percibe útil a corto plazo; vemos como la fundamental historia en la economía o el derecho va cediendo protagonismo a que los alumnos salgan de las universidades, especialmente privadas, dominando la ingeniería fiscal (para no pagar impuestos) o estimulándoles a crear una start-up (para su enriquecimiento inmediato).

Las profecías han fracasado radicalmente, pues ha retornado con una fuerza extraordinaria la complejidad y el conflicto; de la misma manera que las fracturas sociales no han hecho más que agrandarse amenazando con dejar al margen del mínimo progreso a una parte significada de la sociedad.

Sin embargo, la formación de nuestras élites económicas sigue siendo de una simplicidad sorprendente. Cuesta encontrar un joven de familia adinerada que no se oriente hacia el mundo del dinero, cediendo a las business schools un papel determinante en su forma de concebir el mundo. Una serie de conocimientos de una practicidad indiscutible, pero, a la vez, un marco intelectual de unas limitaciones notables para entender la complejidad de nuestros tiempos, en que ha emergido con toda crudeza lo más propio e inmutable de la condición humana y el recurrente legado de la historia y sus conflictos. Convendría que se abrieran a otros ámbitos que les facilitaran entender el porqué de las cosas.

Por su parte, la amenaza para muchos jóvenes de sumirse en una marginalidad irreversible es enorme. A ello se acostumbra a responder, desde posiciones de bienestar, argumentando que hay muchas ayudas y que se ha progresado mucho pues, en cualquier habitáculo hay comodidades desconocidas hace años. Hará más de medio siglo, muchos hogares no tenían ni agua caliente ni televisión, pero estaban cargados de esperanza. Por el contrario, la cutrez de nuestros peores barrios condena a los jóvenes a la exclusión y al mero sobrevivir; es mucho más sangrante la marginalidad que el atraso generalizado. Por ello, la educación pública de calidad resulta fundamental, pero, si la clase media sigue huyendo de lo público, la enseñanza acabará por convertirse en una especie de servicio asistencial incapaz de ofrecer verdaderas oportunidades a los más necesitados.

Nos conviene que los hijos de los adinerados, que van a dirigir las empresas e influir en la política, vayan más allá de las business schools y que, como sociedad, apostemos fuerte por la enseñanza pública. Lo deseo, aunque no acabo de verlo claro.