La reciente destitución en Washington del presidente de la Cámara de Representantes ha conducido a un escenario sin precedentes, paralizando la capacidad legislativa y sumiendo al Capitolio en el caos. Una muestra paradigmática de hasta qué punto la destrucción del adversario como norma suprema ha arraigado en Estados Unidos y en no pocos países occidentales; y de cómo de difícil va a resultar el revertir esta dinámica. Además, esta misma semana se producía la victoria del populista prorruso Robert Fico en las elecciones eslovacas, mientras que las encuestas apuntan a la victoria de Confederación en Polonia, una formación también de carácter populista y anti ucraniano.
Los analistas vinculan el hundimiento de la política norteamericana con la emergencia del Tea Party en 2010, al tiempo que surgían formaciones populistas en la mayor parte de Europa. Aquella eclosión de radicalismos de todo tipo fue la respuesta a la dramática crisis financiera de 2008 y a la forma tan contundente con que golpeó a las clases medias. La indignación de éstas tardó poco en cuajar en forma de descalabro de la política tradicional.
Transcurridos ya quince años, una lectura dominante entre las élites económicas es la de ensalzar el vigor de este capitalismo con el culpabilizar a la política de todos los males. Así, se valora el haber evitado el hundimiento del sistema financiero global, la gestión de la pandemia y el buen estado actual de la economía, mucho mejor de lo que se auguraba al estallar la guerra de Ucrania. Por ello, se considera que todo ha vuelto a su sitio y que el único problema reside en una debilísima clase política.
Pero esta es una lectura distorsionada o interesada, pues la política no es la enfermedad, es la manifestación más evidente de un mal que permanece y al que no hacemos frente: la arraigada fractura social, la incomprensible acumulación y ostentación de la riqueza y el deterioro en las expectativas de futuro de muchos ciudadanos. Nada nuevo: siempre que el capitalismo se sitúa por encima de los marcos institucionales, acaba por fracturar la sociedad, corroer la democracia y conducir al conflicto.
Los poderes públicos, por muy capaces que fueren, no disponen de mecanismos para gobernar, desde sus ámbitos estatales, una economía tan abierta y mal regulada. Ante ello, disponemos de dos alternativas: articular unas instituciones multilaterales con verdadero poder regulador o que el dinero global entienda el momento y renuncia a ese enloquecido maximizar beneficios como sea. No veo ni lo uno ni lo otro. Una gran alegría si me equivoco.