Quién nos iba a decir hace algún tiempo que la izquierda iba a abrazar con semejante efusión las reivindicaciones onanistas de los nacionalismos. De hecho, a sus terminales mediáticas, cada vez más imbuidas del discurso identitarista, se les acumula el trabajo para justificar o celebrar tanto la negociación por la amnistía como la aprobación del uso de las lenguas cooficiales en el Congreso. Con respecto a este último punto, dos han sido los argumentos más socorridos: por un lado, la defensa de la diversidad como una cualidad en sí misma; por el otro, el derecho de los representantes políticos a expresarse en su lengua materna.
He de reconocer que yo, durante un tiempo, blandiendo, además, mi condición de filólogo, defendí la diversidad lingüística como valor absoluto e incontestable: la diversidad era riqueza. Y punto. Pero, después, cosas de la edad, empecé a hacerme preguntas: ¿cuánta diversidad era buena?, ¿bastaba con las más de 7.000 lenguas de las que se tiene constancia?, ¿hacían falta más?, ¿había que renunciar, entonces, a las llamadas lenguas francas? Y, por otra parte, si lo particular era superior cualitativa y moralmente a lo universal, ¿por qué no declarar la guerra al sistema métrico decimal, al teclado QWERTY, a ciertas señales de tráfico universales, a los alfabetos más extendidos o, incluso, a los derechos humanos? ¿Acaso no sería mejor un sistema de medida, un teclado, unas señales de tráfico, un alfabeto y unos derechos diferentes para cada etnia? Así debería ser si siguiéramos la lógica de la falacia naturalista que sustenta la defensa de la diversidad como valor en sí mismo.
El otro argumento, el que apela a la importancia de poder usar la lengua materna, suena particularmente impúdico atendiendo a la realidad de los castellanohablantes de las regiones bilingües. Porque quienes han ridiculizado una y otra vez la reivindicación de aquellos padres que reclamaban, por ejemplo en Cataluña –y con un coste personal elavadísimo–, que el castellano fuera también lengua vehicular, defienden ahora el derecho de unos políticos que, sin embargo, matriculan a sus hijos en escuelas privadas multilingües (Mas, Montilla y Junqueras, entre otros).
Y mientras los medios y las redes bullen con la enésima batalla planteada por los separatistas para consolidar su particular ventana de Overton, en las comunidades bilingües como Cataluña la corriente subterránea de la intrahistoria sigue discurriendo tenaz, favorecida por un diseño institucional que la impulsa y, sin embargo, la mantiene al margen de las preocupaciones de una izquierda que se querría igualitaria.
Por ejemplo: durante la primera semana de curso, a mi hijo de 14 años, en la clase de Lengua Catalana, el profesor les pasó una reseña del libro El català depèn de tu, de Carme Junyent, una lingüista referente en la defensa de la inmersión y tristemente fallecida hace algunas semanas. El texto, titulado Qui salvarà la llengua?, recoge algunas de las ideas principales que Junyent desarrolla en su libro. Resultan de especial interés las tres propuestas planteadas para salvar el catalán: la primera alienta a los catalanohablantes a no usar el castellano a las primeras de cambio; la segunda apela (¡ojo!) a la solidaridad de los castellanohablantes para que hagamos el esfuerzo de hablar el catalán; y la tercera se dirige a los nuevos inmigrantes para que vean en el catalán la posibilidad de integrarse en la sociedad catalana. Habría resultado más sencillo defender que la solución a todos los males del catalán pasaría por la extinción del español en Cataluña, porque esa alternativa engloba las tres propuestas de salvación. Pero, como la verbalización de ese anhelo –implícito en la mayoría de análisis que se hacen sobre la "salud" del catalán– sonaría un poco drástica, siempre se buscan eufemismos y subterfugios.
Sin embargo, lo peor no fue el artículo en sí, sino una de las actividades posteriores que le encomendaron a mi hijo. Tenía que redactar un texto expositivo de unas 150 palabras sobre su relación con el catalán y otras lenguas. Y, en las orientaciones sobre cómo estructurar el texto y organizar las ideas, se le invitaba a "hablar de aquellas situaciones donde utilizas el catalán sin dudar y, en cambio preguntarte si hay situaciones donde no lo utilizas y por qué no lo haces". Eso, recuerden, después de leer un texto en el que se da a entender que hablar en castellano es insolidario. Mi hijo, como es lógico, llegó a casa preocupado porque no sabía qué tenía que poner. Yo le dije que pusiera lo que él considerara oportuno, pero que en ningún caso hablar castellano era un acto insolidario y, mucho menos, un motivo de vergüenza.
Así que esa es la paradoja: mientras la izquierda, siempre presumiendo de su lucha por la igualdad, defiende, como si le fuera la vida en ello, el derecho a hablar en su lengua materna de unos políticos que llevan a sus hijos a escuelas privadas multilingües, a un alumno de 14 años, hijo de un modesto profesor de secundaria, nieto de un albañil y una limpiadora del hogar, y bisnieto de unos chabolistas le quieren hacer sentir culpable en clase por hacer justo aquello que ahora algunos reivindican para una minoría de privilegiados: simplemente hablar en su lengua materna.