El Búho gallego fue un opúsculo anónimo publicado a principios del siglo XVII, aunque atribuido al todopoderoso Conde de Lemos. En esta suerte de comedia se relata una Junta de Cortes celebrada en Madrid, a la que asisten como diputados territoriales un tordo vizcaíno, un cernícalo navarro, un cuco aragonés, un milano catalán, una mirla valenciana, una golondrina murciana, un pavo andaluz, un jilguero portugués, un ganso castellano y un sisón manchego. Después de todo tipo de acusaciones de unos pájaros contra otros, el búho protesta por todos los desaires lanzados contra los gallegos, para concluir que él es “el legítimo y verdadero español, y quien más derecho tiene a ese nombre”. Eso sí, todos eran también europeos y españoles a un tiempo: “De las partidas del mundo la mejor es sin duda Europa, figurada por una piel de toro y de la Europa la mejor provincia es España, por ser la cabeza del mismo toro, cuyo cabo es Finisterre, en Galicia”.

El opúsculo no era un simple entretenimiento, sino una reivindicación del recién conseguido voto en Cortes para Galicia. Tampoco era un ejemplo de la disgregación española, sino una expresión de patriotismo hispánico, salpicado como estaba por los conflictos entre elites regionales que, a su vez, disfrazaban sus intereses en históricos derechos territoriales. Una cantinela identitaria que se sigue repitiendo cuatro siglos después.

El tiempo pasa y los actuales reaccionarios adanistas llamarían a esta reunión de Cortes una Junta plurinacional, con diferencias a señalar. Aquella la presidía el águila imperial hispánica; la nuestra de ahora, un ave balear de escasa entidad, con nulo conocimiento sobre normativa y legalidad, y cómplice del enorme desprecio que el caudillo del PSOE siente por el poder legislativo, sede de la soberanía nacional.

Visto el penoso espectáculo que protagonizó el grupo parlamentario socialista en la reciente sesión de investidura, se sobreentiende que sus diputados –incluido el equivocado Sancho— son incapaces de ver más allá del invisible traje de emperador que dice llevar puesto su dueño y señor. Más dudoso es que los militantes en su totalidad sigan siendo todavía fieles, sin más. A la hora de confeccionar las listas de candidatos –incluido el equivocado Sancho—, el desprecio del caudillo hacia su militancia ha sido antológico. Es comprensible que algún socialista haya interpretado las gorilescas palabras del vocero Puente, cuando afirmó que el partido es de su militancia, como una burla en toda regla. En fin, la credibilidad de esta chupipandi socialista que encabeza el silente madrileño es nula.

Otro dislate muy extendido es que Sánchez está firmemente convencido de que él ha sido el ibuprofeno del mal llamado conflicto catalán, una creencia aún más delirante si cree que la concesión de la amnistía terminará por hundir las exigencias nacionalistas. Sólo un recién llegado, con nulo o escaso conocimiento de la evolución del catalanismo desde fines del siglo XIX, puede creerse esa simplista ilusión. No se puede descartar que las entendederas del caudillo sean más limitadas que su evidente y arrogante cinismo. Su cara, descolgada y bobalicona, al final de la primera sesión de la investidura da mucho que pensar.

Es posible que Sánchez no se haya dado cuenta de que Feijóo ha ofrecido una doble lección. El político popular aprovechó la investidura –aunque fallida— para fortalecer el liderazgo en su partido, mientras demostraba a la ciudadanía que su apuesta por el parlamentarismo es firme y fuerte. De ahí que haya resultado algo más que extraño que ciertos tertulianos insistan, una y otra vez, en que el líder gallego estaba equivocado al repetir que había ganado las elecciones del 23J. Cuesta entender que estos especialistas no percibieran que Feijóo utilizaba esa expresión como sinónimo de partido más votado, en tanto que admitió desde el principio que la aritmética parlamentaria no le era favorable. Asumida esa barrera infranqueable, la segunda lección que ha dado el político gallego ha sido por su oratoria, su dialéctica y su admirable sorna.

En la comedia del siglo XVII, al acabar la primera sesión de la Junta en Cortes, y habiendo salido todas las aves, el milano catalán le enseñó su garra al búho mientras le decía “¡Cata la uña!”. Y con la misma brevedad el búho le respondió en gallego: “¡Catála ban!”. Escribe el anónimo autor que “así, sin pensar, por los dos fue declarada la etimología del milano, de Cataluña, de sus catalanes”. Bien haría el lector sin pinganillo en conocer el significado de “ban”. Si de algo puede presumir Feijóo en el debate es de nunca haber perdido las formas, mientras invitaba al adversario a contemplarse su rostro en el espejo. En la sesión de investidura algunos y algunas (pluri)nacionalistas no pudieron reprimir bajar su propia mirada al ver reflejada su torticera maldad con tan nítida claridad. ¡Vade retro!