En España, el origen de la cultura de la propiedad se sitúa en los años 50 del pasado siglo. En sus primeros períodos, se inicia el gran éxodo rural, cuya duración es de tres décadas. La población se traslada masivamente desde el campo a la ciudad para trabajar en la industria y los servicios, así como para mejorar su nivel de vida.

En 1950, según el Banco de España, un 65% de los habitantes del país residía en áreas urbanas. En cambio, en 1981, la tasa de urbanización ya estaba en el 82,2%. En dicha década, finalizó la ingente recepción de emigrantes por parte de las principales áreas metropolitanas, pues a lo largo de ella la indicada tasa solo aumentó en 1,8 puntos. Un incremento mucho menor que en la anterior (4,9) y las dos precedentes (7,8 y 4,1, respectivamente).

En la década de 1950, el régimen franquista adoptó una importante decisión estratégica: la mayoría de los españoles vivirá en las ciudades en una vivienda de su propiedad. Para lograrlo, estimuló la adquisición de pisos para residir en ellos y penalizó su compra si su finalidad era destinarlos al alquiler.

Para conseguir el primer propósito, en las décadas de los 60 y 70, la Administración desarrolló un urbanismo relámpago que permitió la rápida construcción de un elevado número de viviendas de protección oficial (VPO) en las urbes más pobladas del país y en sus periferias. Así, por ejemplo, entre 1964 y 1975 se erigieron 9.780 pisos en Bellvitge (L’Hospitalet de Llobregat) y entre 1970 y 1974 se levantaron 5.372 en Ciudad Badía (ahora denominada Badia del Vallès).

Un gran aumento de la oferta de inmuebles, una elevada creación de empleo y un precio de la vivienda asequible para numerosos bolsillos convirtieron en pocos años en propietarios a numerosos emigrantes. El éxito de los recién llegados impulsó a muchos otros a imitarles y las metrópolis del país sufrieron una profunda transformación urbana.

La Administración no penalizó directamente la compra de inmuebles destinada al arrendamiento, sino indirectamente. Ni estableció un límite máximo por propietario, ni restringió su adquisición a determinadas áreas ni excluyó a las empresas del anterior mercado.

Para conseguir su objetivo, creó una legislación que redujo notablemente la rentabilidad proporcionada por el alquiler y convirtió a este en un pésimo negocio.

Para favorecer a los inquilinos y perjudicar a los caseros, a través de distintas leyes la Administración obligó a los segundos a firmar contratos de arrendamientos indefinidos, permitió dos subrogaciones del acuerdo original, restringió o congeló los incrementos anuales del importe del alquiler, limitó la repercusión anual a los arrendatarios de las obras realizadas en el edificio y concedió a los últimos un derecho de tanteo y retracto por un importe inferior al de mercado, si los arrendadores ponían sus viviendas en venta. 

Las anteriores medidas cambiaron la geografía inmobiliaria de España, pues transformaron un país de inquilinos en uno de propietarios, especialmente en sus principales urbes. En 1950, el 50,8% de la población vivía de alquiler; en cambio, en 1981 ya solo lo hacía el 20,8%. Entre ambos ejercicios tuvo lugar un espectacular incremento de la construcción de viviendas, el destino de casi todas las nuevas a la venta y la enajenación a sus arrendatarios de numerosos inmuebles dedicados al arrendamiento.

En 1950, los que se alojaban en una vivienda de su propiedad residían principalmente en municipios pequeños y los que lo hacían en régimen de arrendamiento, en las ciudades. En las urbes, el precio de los pisos era sustancialmente superior al existente en los pueblos y en las primeras también había una mayor oferta de alquiler que en los segundos, pues las familias pudientes preferían invertir en las capitales más pobladas antes que en cualesquiera otras.

Por dichos motivos, en las provincias de Madrid y Barcelona, en 1950 el porcentaje de hogares en régimen de arrendamientos ascendía a un 82% y 81%, respectivamente. Después del gran éxodo rural, en 1991 dicha proporción había descendido en ambas demarcaciones hasta el 16% y el 22,3%.

La cultura de la propiedad, adquirida por una gran parte de la población en la segunda mitad del siglo pasado, se ha trasladado de padres a hijos y ha llegado hasta nuestros días. Así lo refleja un estudio de Fotocasa de 2021. Según él, el 73% de los encuestados, cuya edad se situaba entre los 25 y 34 años, quería adquirir un piso dentro del próximo lustro. Una cifra que certifica la preferencia de los jóvenes por comprar una vivienda y su escasa variación durante las dos últimas décadas.

En definitiva, en nuestro país, la cultura de la propiedad goza de una excelente salud, a pesar de tener diversos y poderosos adversarios. Entre los anteriores, están destacados políticos, economistas y analistas inmobiliarios partidarios de que los españoles vivan siempre en régimen de alquiler. No obstante, los otros, pues ellos residen en un piso o chalet de su propiedad.

Una gran parte de la población que vive en régimen de arrendamiento lo hace de forma temporal, ya sea porque están desplazados a otra ciudad por motivos laborales, estudiantiles o debido a que su convivencia con la pareja no está suficientemente consolidada. La inmensa mayoría que lo hace permanentemente es porque no dispone del ahorro necesario o la capacidad de endeudamiento para adquirir una.

Indudablemente, en las décadas de 1960 y 1970 del siglo pasado, las familias obreras tenían más fácil adquirir una que ahora. Por si alguien se despista, les aclaro que no tengo ninguna añoranza del régimen franquista. De él solo tengo malos recuerdos.