Tras el no a Feijóo empieza la cuenta atrás de Sánchez, mientras estamos en mantillas respecto a las exigencias de Puigdemont. Francamente, ya empieza a ser hora de decirle al expresident que disfrute de Waterloo como si fuera la pálida majestad que recorre los sombríos salones vieneses de Schönbrunn. Feijóo no hace los deberes en la sede de la soberanía popular: “Tengo a mi alcance la presidencia, pero yo no acepto el precio a pagar, como hace el otro partido”, sin nombrar al PSOE. Ha vuelto “ese señor del que usted me habla” por miedo al despido después de que, el pasado domingo, los halcones del PP ganaran en la calle al “gallego regionalista”, que habla del encaje territorial en la intimidad. En la plaza de Felipe II se dieron cita miles de ciudadanos con pancartas que decían Feijo fijo (¿lo qué?) al grito de “autobús, pulpo y empanadas”, muy del gusto del PP rancio, retratado en Fariña. La pertenencia a España no puede ser una obligación, sino una decisión. Por eso somos un Estado de derecho con división de poderes y no una nación ontológica, inmanente y sin pasado.
Sánchez tiene dos frentes: la investidura y la guerra interna entre el viejo y el nuevo PSOE. El primero es difícil; el segundo, imposible. El olvido institucional del Consejo de Estado facilita los ataques de los ex altos cargos, como Felipe González, contra el Gobierno en funciones, según el análisis certero de Soledad Gallego-Díaz. La inexistencia del cauce espolea el rencor. Cuando Felipe se lanzó sobre Rodríguez Zapatero fue el ex secretario general del PSOE Rubalcaba quien le frenó y redujo magistralmente las fricciones entre los socialistas de antes y los de ahora. Hoy, los socialistas no tienen a Rubalcaba; ponen en remojo al líder que repudió el marxismo en Suresnes (1979), que nos metió en la CEE e impulsó el nacimiento de la UE.
Ahora, cuando su experiencia sería imprescindible en materia de política territorial, González desconsidera a Sánchez antes de que el Gobierno nos cuente de qué va la amnistía pactada; y esta es otra, caminamos sobre el alambre con los ojos vendados, ya que, antes de la boda, nadie sabe cómo guisa la casamentera. A Felipe González resulta demasiado fácil acusarle de jacobino; ya vimos, en 1993, su pacto con Pujol; el honorable le apoyó en la investidura, pero rechazó un Gobierno de coalición en el que Miquel Roca iba a ser vicepresidente (mal rayo te parta, pensó el sabio jurisconsulto). Con el PP, los pactos interterritoriales van a menos desde el Aznar debutante de 1996. Mariano Rajoy, en 2015, demostró que solo le valía su mayoría absoluta de 2011; y ahí sembró su debacle.
Pero, como no hay mal que cien años dure, ahora sabremos en qué consiste la actual amnistía, que en nada se parecerá a la de 1977, cuando salieron de prisión miles de militantes demócratas encarcelados. Las amnistías que reclaman Escocia e Irlanda del Norte están calentando motores en Westminster; hará falta una mayoría amplia en los Comunes, porque una ley de bases fundamental requiere el visto bueno de la Gran Bretaña. La medida de gracia que exige Puigdemont resulta incomestible, pero, sea como sea, España no se rompe. El hipotético éxito indepe será un fracaso tardío; pacificará el totum revolutum del nacionalismo difunto y al resto nos dejará una vez más a merced de las dos Españas: tragaldabas contra enteraos.
Si se salen con la suya, los indepes aprenderán esta vez que ganar amplía el ego y encoge el cerebro; pero, si pierden el tren, solo les quedará relamerse las heridas, remarcar su pequeña disrupción, su significación desvanecida. A Puigdemont solo le defiende el cuñadismo cuando se apodera de la Cataluña anestesiada. Eso es todo y no es precisamente un miura.