La irrupción de la compañía saudí de telecomunicaciones, STC, en el capital de Telefónica ha generado un ruido tan innecesario como movido por un populismo de vuelo corto. Vivimos, porque así lo queremos, en un mundo globalizado y la entrada de capital internacional en nuestro país es, siempre, una buena noticia.

Esta inversión ha abierto dos debates tan absurdos como oportunos para seguir tapando la enorme crisis política en la que vivimos. Parece un objetivo no declarado llenar las primeras páginas con noticias que sirven para que tertulianos y polemistas levanten polvareda para no hablar de lo esencial, las negociaciones para la investidura del próximo presidente del Gobierno.

Por un lado, se ha cuestionado la idoneidad de contar con un inversor extranjero en una empresa nacional, algo literalmente absurdo cuando el Ibex 35 está plagado de inversores internacionales de manera directa o indirecta. Iberdrola, por poner sólo un ejemplo, tiene como primeros accionistas a los fondos soberanos cataríes y noruegos, y a Blackrock, el gestor de fondos que está en casi todas las empresas relevantes del mundo. Sólo las empresas de origen familiar, como Inditex o Acciona, tienen un núcleo accionarial local. Telefónica y un puñado de empresas, cada vez menos, cuentan entre sus accionistas con entidades financieras españolas (BBVA y CaixaBank en el caso de Telefónica), algo relativamente frecuente en el pasado reciente, pero hoy terriblemente caro en términos de capital debido a la regulación bancaria actual. Más de la mitad de las acciones cotizadas en nuestra bolsa están en manos extranjeras. En algún caso los accionistas están identificados claramente, como los fondos soberanos, pero en otros es mucho más complejo de identificar porque no es evidente quién está detrás de un buen número de fondos. Limitar la inversión internacional es imposible y nos condenaría a la irrelevancia cuando no directamente a la pobreza.

Por otro lado, se critica al país de origen del inversor en una mezcla de supremacismo cultural y de ignorancia. Nos empeñamos en que nuestros valores, si es que nos queda alguno, son los únicos válidos, exactamente igual que hicieron todas las potencias colonizadoras. Todos los imperios se forjaron sobre un claro espíritu supremacista. No se colonizaba para enriquecerse, eso era un “daño colateral”, se colonizaba para expandir la fe o las virtudes occidentales. Para algunos, solo lo que es “normal” para nosotros es válido en cualquier esquina del mundo. Pasó ayer y pasa hoy. Ahora, además, se da la paradoja que quienes critican todo lo que les apetece de países terceros, en gran medida por desconocimiento, son los primeros en felicitar antes el Ramadán o el Año Nuevo Chino a nuestros emigrantes que la Pascua o la Navidad a nuestros nacionales.

Al supremacismo cultural se le une el desconocimiento. Se habla de prohibiciones que ya no lo son porque es mejor aferrarse a un cliché que entender a un país en medio de una transformación espectacular. No son pocos los españoles, y catalanes, y europeos, que están contribuyendo a materializar la llamada visión 2030, una transformación única en el mundo. El Reino de Arabia Saudí ha tomado el compromiso de utilizar los excedentes del petróleo en modernizar y transformar su país. No son los únicos, los noruegos o los cataríes también invierten sus excedentes en forjar un futuro mejor para sus ciudadanos a través de inversiones estratégicas de sus fondos soberanos.

Cada país, cada cultura, está en su pleno derecho de evolucionar cómo y hacia dónde quiera. En España, por ejemplo, hace tan solo 40 años, hasta 1.981, las mujeres no podían abrir cuenta corriente en los bancos sin la aprobación de un hombre, fuese padre, hermano o esposo. Estábamos metidos en una ejemplar transición hacia la democracia y los derechos de las mujeres tuvieron que esperar. Hoy nos hemos ido al otro extremo, por tener derechos los tienen hasta las lagartijas. Perfecto, pero los cambios los hemos hecho cuándo y cómo hemos querido, o podido. En Arabia Saudí hoy no es obligatorio ni llevar velo ni vestir de negro, solo se requiere “vestir con decencia” tanto a hombres como a mujeres, algo que ojalá se exigiese aquí. Quien lleva velo es porque así lo desea. Si la progresía defiende las tradiciones de quienes han emigrado a nuestra tierra y muchos barrios catalanes parecen transportarnos a otras geografías, ¿por qué se meten con una tradición que ya no es obligación para criticar una inversión financiera?

Cada mes las cosas cambian en Arabia Saudí. Cuanto más cerca estemos de 2030, más nos va a impresionar la materialización de su transformación que se está produciendo. Pero cambiasen o no, tenemos el mismo derecho a criticar sus costumbres que los Reyes Católicos o la Reina Victoria, ninguno.