El final del verano me ha traído sorpresas muy agradables: tres reencuentros con tres amigas que hice en el extranjero y que hacía tiempo que no veía. Diría que a las tres las conocí en alguno de esos insólitos momentos de maduración que marcan la vida adulta de un occidental blanco de mi generación, como un cambio de trabajo o una ruptura amorosa. A Jenny, por ejemplo, la conocí cuando vivía en Berlín y decidí que quería ser periodista, en lugar de continuar con la carrera que había planeado. “Me acuerdo de una pelea interminable en mi casa, tu novio te decía que no lo hicieras, que era un error”, me recordó entre risas la semana pasada mientras cenábamos comidas raras en un restaurante flexiteriano de Barcelona. Jenny, que sigue viviendo en Alemania, hizo un viaje relámpago a Barcelona, sin marido ni hijos, y tenía ganas de salir a tomar una copa, pero yo tenía mocos y la otra amiga madrugaba al día siguiente, así que a medianoche nos despedimos con promesas de volver a vernos y de que yo “haría algo” para ligarme a un padre del cole que está soltero y creo que me gusta un poco. “Suena bien esta historia”, me dijo Jenny, no sé si inspirada en las decenas de novelas románticas que lleva leídas en menos de un año (“Me he obsesionado”, se rio) o porque sabe que soy capaz de cualquier payasada para ligar, y que se reirá cuando se la cuente.

Unos días antes de quedar con Jenny apareció por Mataró mi amiga Deb, una de las primeras personas que conocí al llegar a Beijing, en 2007. Deb y yo somos muy diferentes –ella es rubia y espiritual, y entonces hablaba el mandarín con soltura; yo soy morena y terrenal, y mi chino sigue siendo lamentable–, pero nos unió la intensidad del momento y el lugar: el terremoto de Sichuan, los Juegos Olímpicos, la sensación de vivir en un país en pleno desarrollo. Ahora ella vive en Extremadura y yo en el Maresme, dos lugares nada intensos, pero al reencontrarnos revivo todas esas emociones. Es como estar paseando por un hutong de Beijing y sentir que tengo toda la vida por delante.

Con Marta, a quien conocí también en China, un poco más tarde que Deb, me ocurrió lo mismo cuando a finales de agosto se presentó en mi casa con sus dos hijos. Llevábamos siete años sin vernos. Su hija pequeña tiene la misma edad que mi hijo, tuvimos embarazos paralelos a miles de kilómetros de distancia. Nos gustó que los pequeños se conocieran y se divirtieran juntos mientras nosotras hablábamos de todo y de nada. Es difícil resumir siete años de experiencias en dos tardes, pero reconectamos enseguida. “Es como si te hubiera visto ayer”, le dije. Con Marta hicimos un viaje inolvidable por el sur de China que me ayudó a superar mi primera ruptura amorosa, aprendí a maquillarme y conocí a fondo la vida nocturna pekinesa, que por poco me la pierdo por culpa de estar en pareja. Desde entonces, siempre que me pinto los labios de rojo me acuerdo de Marta.

“Cuando vienes a vivir al extranjero te conviertes en una esponja. Tu nivel de consciencia sobre lo que pasa a tu alrededor se multiplica por mil; todo es nuevo, estimulante, impactante… En ese “todo” también incluyes a las personas que conoces”, observa en su blog Jaime Martín, CEO y fundador de Dingoos, una agencia que ayuda a estudiantes europeos y latinoamericanos a asentarse en países de habla inglesa. No conozco a Martín personalmente, pero debo decir que entiende muy bien lo que ocurre cuando entablas amistades en el extranjero, o en cualquier lugar lejos de casa: los amigos se convierten en tu nueva familia.