“Emulsionar… A una temperatura de… Al añadirle la nata, la gelatina… porque, si no, la nata se desmorona… Lo vamos a hacer y quedará rico… rico… rico…”.

El espacio que tantas familias, o tantos desocupados por cualquier motivo, frecuentan en la televisión, desde hace más de 30 años, es el programa de Karlos Arguiñano. Es hipnótico. Allí todo es pulcro, todo es útil, hay actividad, pero no nerviosismo, todo parece hacerse sin esfuerzo y, sobre todo, no hay música de fondo.

Arguiñano viste el uniforme blanco de la profesión impoluto, se lava con frecuencia las manos sin dejar de hablar, luce el gorro alto de cocinero, como Fred Astaire, que también parecía hacer maravillas bailando sin esfuerzo, llevaba la chistera.

El mundo de Arguiñano es un mundo rico. Tan rico que encima se permite el lujo de practicar la caridad, o por lo menos de predicarla, anunciando, por ejemplo, un teléfono para ayuda a Marruecos –que ni es un país rico, ni pulcro, y que acaba de sufrir una catástrofe–, pasando a continuación a meter la cazuela en el horno y contarnos a qué temperatura y durante cuánto tiempo debe hornearse...

Tan rico que se dispone de tiempo, magnitud física más valiosa que el oro y que cualquier otra cosa. Mundo al que se te invita, porque todo es en plural: “Ahora vamos a hacer… y esto lo troceamos… y luego batimos los huevos…”.

A diferencia de los concursos, de las películas, de los seriales, de los debates, de los reality, aquí no hay agonía ni competitividad, sino un señor simpático, magistral en lo suyo, que te dice que no ya cocinar, sino vivir, es fácil y agradable. De repente aparece a su lado una señora, con sombrero rojo, que le llama “Karlos”, y que prepara pasteles. Debe de ser un miembro de la familia del cocinero.

De repente, Arguiñano se detiene y se pone a contar, mirando a cámara, alguna anécdota más o menos tontorrona o un chiste sin malicia, o para subrayar una evidencia. Pero aunque diga banalidades nadie puede acusarle de ser tonto, pues, como hemos dicho, ha alcanzado la excelencia, y tanto en los fogones como en la televisión. 

Se me antoja que este programa de éxito tan sostenido es como unos teletubbies para adultos. De buen rollo. Oh, vale, sí, Karlos Arguiñano, como casi todo el mundo, muestra en su rostro la huella del tiempo pasado y del combate por la supervivencia y el éxito que no hay duda de que tuvo que librar, pero esas penalidades y esos esfuerzos parece que hayan quedado atrás, y que ahora sólo cosecha. Y como colofón de cada programa se nos muestra el plato cocinado (la obra perfectamente realizada), demostración de que todo es verdad, tiene sentido y es sabroso.

A mucha gente desocupada, aburrida o preocupada por sus cosas le hace bien, le sienta de maravilla el teatrillo sin pretensiones de Arguiñano, le pone la mente en blanco como una meditación zen o como hacer calceta.

Claro que no se puede complacer a todo el mundo: hay gente a la que el cocinero vasco le irrita. Son personas a las que les falta el tiempo, gente presurosa; corrientes eléctricas les recorren el sistema arterial, la mente y el alma.

Son del tipo de persona que cruza ante el televisor encendido en busca de las llaves, o el casco de la moto (con la que va a sufrir un accidente), y al ver de reojo a Karlos Arguiñano en la pantalla, se detiene un momento a mirar. Resopla de impaciencia. No da crédito a lo que ve. Imagina que bajo el pavimento de esa cocina, espaciosa e inmaculada, yacen los cuerpos de algunos inocentes a los que Karlos degolló –¡sin motivo, por capricho y de buen rollo!– con esos mismos cuchillos de acero inoxidable cuya excelencia postula en los minutos de publicidad. ¡Rico, rico!