En las tres últimas décadas, la evolución de China ha causado asombro y admiración entre los economistas. En dicho período, ninguno de los principales países del mundo ha crecido tanto como el asiático (una media del 8,9%) y la mayoría se ha quedado muy lejos de su nivel. Así, por ejemplo, EEUU, Japón, Alemania y Reino Unido lo hicieron a un ritmo anual del 2,5%, 0,8%, 1,3% y 2%, respectivamente.

Debido a ello, en los postreros años, una de las predicciones más reiteradas ha sido la inminente coronación de China como nuevo líder de la economía mundial. No es ni mucho menos la primera vez que una parte de la profesión destrona a EEUU, pues la pérdida de su liderazgo económico ha sido una profecía habitual durante la segunda mitad del siglo XX.

En los años 50, diversos economistas norteamericanos pronosticaron la hegemonía de la URSS a finales del pasado siglo. No obstante, en dicho período lo que llegó fue su descomposición, después de colapsar su sistema económico durante la década precedente. En el segundo lustro de los 70, el país dejó de ser capaz de aumentar sustancialmente sus recursos productivos y jamás lo fue de incrementar significativamente la eficiencia de sus trabajadores.

En los 80, especialmente en la segunda mitad, el sustituto inmediato era Japón. Una etapa en la que las compañías inmobiliarias niponas se apropiaron del corazón del capitalismo norteamericano, al adquirir numerosos edificios de oficinas en Manhattan (Nueva York). En 1991, el estallido de una colosal burbuja y, en los años posteriores, una deficiente gestión de sus repercusiones llevaron al país al estancamiento económico. En los últimos 30 años, solo durante un ejercicio su PIB ha aumentado más del 2,5%.

En los 90, una gran parte de los analistas tuvo predilección por Alemania. En primer lugar, por la reunificación. En segundo, debido a su liderazgo incontestable dentro de la Unión Europea. En tercero, por la previsible expansión de la última entidad a los países del Este y la creación de un mercado interior más grande que el de EEUU. Nada de lo anterior la hizo despegar. Al contrario, la unión de la parte Oriental y Occidental supuso un gran lastre económico y contribuyó decisivamente a un escaso crecimiento del PIB entre 1993 y 2005.

Desde mi perspectiva, en la actual y siguiente década, China seguirá el camino de la URSS, Japón y Alemania, defraudará las expectativas creadas y no se convertirá en un nuevo líder mundial. No obstante, en dicha etapa, no descarto que su producción pueda superar a la de EEUU. Si así lo hace, la causa no será una gran mejora de su economía, sino una población que multiplica por más de cuatro la del país norteamericano y una elevada capacidad para continuar trasladando recursos desde la agricultura a la industria y los servicios.

Por tanto, creo que sus grandes éxitos económicos forman parte de su pasado, pero no de su presente, pues en 2023 el país iniciará su declive. La principal causa será el estallido de una gran burbuja inmobiliaria, un problema idéntico al que padeció Japón hace 32 años y España 15 ejercicios atrás.

Dado que el auge de China no siempre ha estado sustentado en los mismos factores, un análisis certero debe distinguir dos etapas: 1991-2007 y 2008-22. En la primera, su modelo es el clásico de un país emergente bien gestionado y favorecido por una coyuntura política y económica muy propicia. En la segunda, constituye una réplica del observado en numerosos países desarrollados entre 2001 y 2007.

En la fase inicial, estuvo sustentado en un escaso desarrollo previo de la industria y los servicios, la aplicación del capitalismo neoliberal en las regiones del sudeste, una mano de obra muy barata, un tipo de cambio infravalorado, una ingente inversión pública en fábricas y una elevada atracción del capital extranjero.

Además, la fortuna vivió un largo idilio con los gobernantes chinos. En primer lugar, debido a la aparición de tecnologías que dividían la producción de casi cualquier manufactura en múltiples partes. Sin ellas y los megabuques portacontenedores no hubiera habido globalización comercial y China no habría progresado tanto como lo ha hecho en las últimas tres décadas.

En segundo, por los numerosos errores económicos cometidos por los gobiernos de EEUU y los países de la Unión Europea. Dichas equivocaciones dejaron desprotegidas sus industrias nacionales de la competencia generada por las nuevas empresas chinas. Por un lado, la mayoría de los productos intermedios y las manufacturas del país asiático no fueron gravados con elevados aranceles ni tampoco sometidos a reducidas cuotas a la importación.

Por el otro, sus principales políticos consintieron la manipulación del tipo de cambio por parte del Banco Popular de China. Dicha intervención mantuvo el yuan infravalorado y otorgó una competitividad adicional a las manufacturas del país. Además, ofrecieron una escasa o nula resistencia al desplazamiento de numerosas plantas industriales desde sus territorios a la nación asiática.

Para algunos analistas, los anteriores errores no fueron tales, pues eran intencionados y pretendían poner la economía al servicio de la política. Inicialmente, los líderes de los principales países del mundo los consideraron un gran acierto, pues estaban convencidos de que la llegada de la prosperidad a China facilitaría en pocas décadas la desaparición del comunismo y la conversión del país en una democracia liberal.

A partir de 2008, la crisis financiera advertida en la mayoría de los países desarrollados, la aparición de naciones competidoras en el sudeste asiático con costes laborales inferiores a los de las empresas chinas y la conversión del yuan en una moneda fuerte condujeron a un cambio de modelo económico. Si el anterior temía como base el impulso de la demanda exterior, el nuevo estaría sustentado en el crecimiento de la interior.

Para conseguir dicho propósito, el ejecutivo estimuló a los bancos a aumentar sustancialmente el crédito disponible. El resultado fue un gran crecimiento económico, aunque inferior al de la etapa previa, la creación de una impresionante burbuja inmobiliaria, la compra por parte de las empresas de numerosas compañías y activos en el extranjero y un elevado incremento del endeudamiento del sector privado.

Durante su generación, una burbuja inmobiliaria proporciona un suplemento anual de crecimiento económico, empleo y riqueza. Por el contrario, su explosión conduce al país a una crisis, si perjudica notablemente a la solvencia de la banca y esta reduce sustancialmente los préstamos a familias y empresas. Si no lo hace, lleva a la nación a un declive, pues ha de sustituir el fallido modelo de desarrollo por otro distinto. Una sustitución que nunca es rápida y jamás asegura el éxito del nuevo.

La última coyuntura describe los principales problemas actuales del Ejecutivo chino. Debe hacer frente a un mayúsculo reto, pues no puede regresar al modelo de la etapa 1991-2007, la suerte que le acompañó durante muchos años se ha transformado en desgracia, la mayoría de sus empresas posee una escasa capacidad de inversión y Xi Jinping adolece del pragmatismo económico que demostró Deng Xiaoping.

El regreso a un modelo esencialmente basado en las exportaciones está condenado al fracaso. En primer lugar, porque en términos reales los costes laborales de China son muy superiores a los de 1991. En segundo, debido a que en las naciones próximas (Vietnam, Indonesia, Tailandia, etcétera) tiene mucha más competencia que 30 años atrás.

En tercero, porque sus productos ya no podrán ganar competitividad mediante la depreciación de su divisa. Si devalúa sustancialmente el yuan, los países occidentales responderán mediante el incremento de sus aranceles o a través de restrictivas cuotas a la importación. Todos quieren aumentar la participación de la industria en su PIB y, a diferencia del reciente pasado, serán mucho más activos en el estímulo de la producción fabril y la defensa de sus empresas.

En las décadas anteriores, una parte de su suerte vino dada por el magnífico funcionamiento de la cadena logística mundial. Su conversión en desgracia llega por sus recientes problemas. Una coyuntura que, unida al previsible aumento de las barreras comerciales a las importaciones procedentes del país asiático, augura la aparición de una deslocalización industrial inversa a la observada en los últimos treinta años. En este caso, desde China a EEUU y la Unión Europea.

La débil demanda de las familias, el gran endeudamiento de las empresas chinas y una mayor dificultad para obtener crédito lastrarán la inversión privada. Un elevado número de compañías venderá activos y filiales en el extranjero para reducir deuda y afrontar con más garantías la nueva etapa económica. Una actuación muy similar a la que realizaron las firmas españolas durante el período 2008-13.

Los problemas generados por la explosión de la burbuja inmobiliaria pueden llevar a Xi Jinping a caer en la tentación. Esta es la sustitución progresiva de la iniciativa privada por la pública y el desarrollo de una modelo de crecimiento basado en la planificación gubernamental.

Si así sucede, el fracaso está garantizado, como lo demuestran las experiencias previas en la URSS, Cuba, numerosos países de Europa del Este y la propia China. Sería un regreso al pasado que jamás hubiera firmado Deng Xiaoping, un gran conocedor de los muchos defectos y las escasas virtudes del indicado modelo.

En definitiva, los éxitos no son eternos. Después de 30 años de elevado incremento del PIB, la sequía económica amenaza a China. No es una consecuencia de la falta de lluvia, sino de la explosión de una impresionante burbuja inmobiliaria. El país necesita un nuevo modelo de desarrollo, pero tiene muy difícil efectuar un cambio rápido y fructífero.

Por dicho motivo, estimo que en el actual ejercicio el país ha entrado en declive. Una coyuntura de la que le costará salir, aunque difícilmente creo que sufra una crisis y decrezca en los próximos años significativamente su PIB. Ahora bien, su conversión en líder económico mundial, sustituyendo a EEUU, no será ni en esta década ni en la siguiente.