Dicen los entendidos que este otoño será pródigo en níscalos y castañas. También promete serlo en lo referente a la política espectáculo. Nuestro país cuenta con un buen elenco de actores dispuestos a consumirse en escena repitiendo mantras, intentando que el público se meta en su obra y actúe de coro como en las tragedias griegas. Es tiempo también de investiduras e imposturas, de brindis al sol, chantajes y golpes bajos. Caerán las hojas caducas de los álamos –el árbol del pueblo–, pero también las máscaras de los predicadores aflorando su faz verdadera.

En Bruselas se citaron dos súper egos que, seguramente sin amarse, se necesitan. Carles Puigdemont anhela fotos, focos y cámaras para hacerse valer y mercadear; Yolanda Díaz, también. Ambos son, como cantaba Chavela Vargas, dos hojas que el viento juntó en otoño. Desde la esquinita de la izquierda, la gallega intenta dar salida a sus pulsiones, a ese afán de protagonismo que caracteriza a muchos profesionales de la política. Ella no conjuga los verbos ni interpreta a Gramsci como Pablo Iglesias, lo suyo es un ejercicio de adición, de suma de colores verde, rojo y violeta; por cierto, esos tonos mal mezclados dan el marrón. Ver corretear, cual chica pizpireta, a una ministra por los pasillos del Parlamento europeo platicando con un prófugo de la justicia española tiene guasa y da repelús. La visita de una vicepresidenta segunda del Gobierno español, acompañada del diputado criptonacionalista Jaume Asens, no deja de ser un agravio para sus compañeros del Ejecutivo y para el poder judicial, un pecado en la forma y en el fondo. Cuando el oportunismo barato y el postureo contaminan la acción política la resultante es la desafección, la derrota electoral o un correctivo vía judicial. Pregunten si no a la señora Ada Colau. Absténgase el voluntarioso y esforzado ministro de Presidencia, Félix Bolaños, de aplicar paños calientes al tema; eso no cuela. Le sugiero, en cambio, que obsequie a la dirigente de Sumar la cita –enmarcada, por supuesto– en la que Albert Camus decía: “La democracia es un ejercicio de modestia”.

Prepárense. La pizpireta y el hombre de traje gris han sacado a Jafar de la lámpara. Nos espera un trimestre de relativismo negacionista y victimismo; nos dirán que hubo una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos, que el pirata era honrado y bla, bla, bla.

Carles Puigdemont va a intentar que este otoño sea su primavera particular. Tras el fotomontaje belga, el club de fans del expresidente le llama, por lo bajini, el Renacido; mientras tanto, Pilar Rahola se esfuerza en explicar que el procés ha parido un gran estadista. En cuanto pasen las jornadas septembrinas de fervor patriótico, esas que exigen declaraciones desafiantes, venderá, al igual que ERC, amnistía y referéndum. Su objetivo es ser el principal interlocutor del independentismo catalán. Combinará una apariencia dialogante con guiños a la unilateralidad. Para ello siempre tendrá a mano a una Dolors Feliu de turno blandiendo el espantajo de la DUI. Que nadie se lleve a engaño, el de Amer se ha crecido tras ver que desde el socialismo gubernamental se ha catalogado su conferencia como alejada de la confrontación; y cómo, desde sectores afines a Sumar, se vende la idoneidad de una hipotética ley de amnistía. En Bruselas se pergeñó el comienzo de una gran, e interesada, amistad; se prodigaron los arrumacos entre una vicepresidenta pizpireta y un expresidente ególatra con deseos de regresar en olor de multitudes al Pati dels Tarongers. Y, en este otoño rico en níscalos, castañas y granadas, quizás alguien debería recordar a los independentistas que están en horas bajas; que, en Cataluña, Pere Aragonès gobierna solo con 33 diputados y que, aunque tengan la llave de la investidura, no les conviene chantajear. ¿Acaso los secesionistas prefieren que gobiernen las derechas de toda la vida? Cito de nuevo a Ramón Jáuregui: “Si la minoría nacionalista exige lo imposible digamos no... Y que salga el sol por Antequera”.