He defendido desde muy joven, y así me lo han asegurado dos de las personas más importantes de mi vida (mi queridísima y añorada Myriam y Carlos, amante, marido, cómplice, amigo), que soy como un tío.

Si hago el análisis del porqué apelo a este rol propio de la valorada, y mal entendida, autoridad masculina, me doy cuenta de que, en esa reivindicación, planea desde siempre la arbitrariedad cotidiana que históricamente han sufrido las mujeres y también, en mi caso, de que he tenido la suerte (pura chiripa) de haber nacido en una familia privilegiada y matriarcal donde la voz y el voto eran paritarios.

Es verdad: soy como un tío y en ese ser y pensar como un tío las conversaciones en las que me interesa estar son aquellas en las que se debate, se opina y se discute de igual a igual sin concesiones ni condescendencia. En tanto soy como un tío no permito que me coloquen en la parte de la mesa donde se da por supuesto que se tratarán temas menores y se adjudicará, por estos machirulos caducados, al rol femenino la concesión de aquello doméstico que no tenga trascendencia o interés. Soy como un tío porque en el amor y en el sexo no acepto sumisión alguna y porque tengo la misma potestad que cualquiera para decidir dónde ir, qué hacer o qué decir.

Pero, pensándolo en profundidad, reivindicar como algo positivo que soy como un tío está mal. Muy mal. Tiene una esencia tremendamente perversa porque, en el sustrato real, pervive la inmoralidad que ha representado la subordinación de la mujer en la vida pública y diaria de una sociedad que, aunque persista, ya está definitivamente caducada.

Jennifer Hermoso ha interpuesto una denuncia en la fiscalía por el beso de Rubiales. ¿Somos conscientes de que este debate sobre el consentimiento no hubiese existido si no hubiésemos visto, todos, ese abuso que muchos privadamente justifican?

La reacción social que ha implicado el visionado de ese pico es ejemplarizante. Ya nadie podrá relativizar públicamente la prepotencia, el abuso de poder y el estigma que significa pensar que tu pareja, tu hija, tu madre o tu compañera, solo por ser mujeres, están en un plano inferior.

El machismo que impone un tono de voz más alto por encima del otro para dejar claro que es el hombre quien manda está latente, es interiorizado con naturalidad, se da por supuesto, se normaliza y se blanquea por una ilícita e inaceptable tradición.

Y no es que de repente nos hayamos vuelto algunas o algunos más feministas que otros u otras, sencillamente es que la injusticia absolutamente reprobable de aquellos hombres que crecieron, se educaron y se relacionan cuestionando la igualdad ya no tiene cabida. Por fin los individuos que tengan o defiendan atisbos de conductas o actitudes machistas, y cuya opinión era válida hasta hace muy poco, verán que lo que piensen u opinen no nos interesa. Ya no valdrán sus reflexiones sobre el cambio climático, la justicia social, el futuro del país o la Rana Gustavo… Defender o actuar con actitudes machistas los habrá descalificado, desacreditado e inhabilitado como interlocutores para siempre.

Queridos señores, hombres sensatos e inteligentes que habéis sido capaces de tantas, tantísimas cosas, no queráis caer en el ostracismo personal y social: reinventaos y hacedlo sinceramente, con optimismo y, sobre todo, con generosidad. Las mujeres os lo pondremos, como siempre, muy fácil.