A pesar de haberme criado en una familia de sibaritas, con la edad me he vuelto una persona gastronómicamente simple. En verano, por ejemplo, podría sobrevivir a base de ensalada de lentejas, pollo rebozado y helado. Sobre todo, helado. ¿Cómo se entiende un verano —una familia, una amistad, unas vacaciones, una vida humana— sin helado? Recuerdo el cucurucho de tiramisú que me zampé junto a mi amigo Albert a principios de junio mientras paseábamos por el paseo de Sant Joan y nos contábamos nuestras miserias cotidianas. Mis citas desastrosas, sus problemas laborales, la aparente imposibilidad de frenar a la ultraderecha… Todos los problemas parecen menos graves con un buen helado en la mano. Rectifico. Ni siquiera tiene que ser “bueno”, en el sentido de que sea artesanal, vegano, ecológico o cualquier otra mandanga. Sirve cualquier helado industrial comprado en el badulaque más cercano, a poder ser cargado de azúcares, grasas saturadas y colorantes, de esos que asustan tanto a los talibanes de la comida saludable.

Un helado tiene poderes mágicos. El martes pasado, último día antes de empezar el cole, mi hijo y yo quedamos para merendar con mi amiga Marta y darle un abrazo, ya que está pasando por un momento vital duro. Nos sentamos en una pastelería frente al mercado de Sant Gervasi y mi hijo, que es muy goloso, se pidió una paleta de chocolate cubierta de chocolate negro para él solo. A los pocos segundos tenía el rostro y las manos cubiertos de chocolate, y estaba tan contento y dicharachero —“todo para mí, todo para mí”— que logramos que Marta se riera un poco.

Me acuerdo también del helado de miel y nueces que solía pedir en una heladería de Kreuzberg, en Berlín, la ciudad donde viví mi primer amor. El helado era bastante malo (decían ser italianos, pero en realidad eran turcos), pero fue allí donde mi chico y yo compartimos el primer cucurucho (él lo pedía siempre de cereza, seguro que no se acuerda), donde nos mirábamos a los ojos y nos decíamos cosas bonitas con la barbilla chorreante antes de subir de nuevo a la habitación, así que me gustaba volver.

Recuerdo el placer de destapar un Frigopie en el chiringuito de la playa y comprobar que los cinco dedos estaban intactos, de acercarme a la mesa con los mayores a la hora del postre para que mi abuela me preparase “un corte” de helado de biscuit de la mejor heladería de Vic, de degustar un helado de pistacho en una terraza del Born en compañía de dos amigos de la universidad que hacía años que no veía. Entre copa y copa de vino blanco, nos retamos a resumir en un minuto nuestras vidas. Ninguno lo consiguió, pero al llegar el momento del helado habíamos llegado ya a la incuestionable conclusión de que los tres estábamos mucho más guapos.