No deja de ser curiosa la demagogia que se vierte contra los bancos en general, acusándoles de todos los males, mientras que los grandes actores financieros, algunos ciertamente primos hermanos de los buitres, siguen campando a sus anchas.
Tras un largo proceso judicial, los acreedores actuales de Celsa se quedan con la empresa, apartando a la familia fundadora. Todo dentro de la legalidad, todo según una norma que, por cierto, se definió por el actual Gobierno en funciones, aunque ahora ha tratado de ayudar. Se trata de una transposición de una directiva comunitaria del 20 de junio de 2019 mediante un real decreto del 5 de mayo de 2020, concluyéndose el proceso legislativo en septiembre de 2022. Lo que ha aprobado el juez tiene todo el soporte legal, no hay duda, aunque la empresa, en pleno ejercicio de sus derechos, esté cuestionando esta legalidad, aunque sea para ganar tiempo toda vez que la sentencia no es fácilmente recurrible.
Pero cada vez más cabe preguntarse por el fondo de las leyes, pues los detalles los carga el diablo y si no se cuidan el resultado real de las leyes es justo el contrario de lo que persigue el legislador. En España ir a suspensión de pagos, ahora concurso de acreedores, ha sido siempre la antesala de la quiebra. La protección judicial ante impagos servía más para frenar la ola de demandas que para pensar en el futuro. Y la Unión Europea, con buen criterio, quiso mejorar nuestra ley concursal para que las empresas, y los particulares, tuviesen una segunda oportunidad real, como de hecho ocurre en Estados Unidos. Los planes de reestructuración se han convertido ahora en el centro de cualquier concurso de acreedores. Pero nos encontramos, una vez más, ante la enorme diferencia entre el espíritu de la ley (segunda oportunidad) y la praxis (facilidades para los buitres financieros).
Celsa es un grupo familiar forjado con el esfuerzo y el sacrificio de una familia catalana. ¿Tienen más dinero que la media? Sí, pero se lo han sabido ganar y siempre han estado pendientes de devolver a la sociedad parte de lo ganado. La familia Rubiralta no es, ni mucho menos, una familia que se caracterice por su afán especulador y oportunista, es una familia que ha hecho las cosas bien, con esfuerzo, sacrificio y arriesgando, y ha querido crecer para su provecho, seguro, pero también para el de sus trabajadores y la sociedad en su conjunto. No creo que haya muchas personas que puedan decir que los Rubiralta son malos empresarios o malos conciudadanos, más bien al contrario.
Crecer tiene sus riesgos y, por ser un grupo empresarial, Celsa los ha asumido. Algunas cosas han salido bien, otras no tanto, pero así es la vida de un empresario. Sin duda, los efectos del Covid supusieron un auténtico varapalo para los planes de la siderúrgica, pero lograron seguir adelante. Lo que no estaba en el guion es que la mayoría de los bancos acreedores hubiesen provisionado gran parte de los créditos, si no todos, siguiendo las normas del BCE que, lógicamente, no diferencia entre empresarios bien o mal intencionados. Las refinanciaciones tienen un alto coste, tanto que un buen número de bancos acreedores pensaron que era un buen negocio vender sus deudas a derribo a expertos del ramo. Deutsche Bank, SVP, Cross Ocean, Anchorage, Golden Tree, Attestor, Goldman Sachs, Sculptor y Capital Group compraron la deuda de los bancos comerciales tradicionales que habían prestado el dinero a Celsa parece ser que al 15% de su valor nominal, generando un mínimo beneficio contable a los bancos mejorando algo el batacazo producido por las provisiones previas. Los más o menos 3.000 millones de crédito fueron comprados por poco más de 450 millones.
El grave problema para Celsa es que está lidiando con inversores financieros expertos en sacar provecho de situaciones de crisis. No es nada personal, solo es dinero, cuanto más mejor. Ellos no han prestado 3.000 millones, han comprado esa deuda por menos de 500. Y no tienen piedad, no les pagan por ello. Que en 2022 Celsa facturase 6.084 millones, con resultado de explotación de 867 millones, empleando a más de 9.000 trabajadores, no es suficiente. Son inversores que van a por todas. Tanto es así que cuando el Gobierno propuso ayudar a Celsa dijeron que no, para ellos la quiebra era, es, la gran oportunidad. SEPI concedió una inyección de 550 millones, y los fondos dijeron que no, llevando a Celsa al actual callejón sin salida.
El juez ha considerado que el plan de reestructuración es viable. Ha dicho que “deben cumplir estrictamente sus compromisos, preservando e incrementando el valor de la compañía, manteniendo su integridad, conservando los puestos de trabajo, y esto sin alterar los centros estratégicos de decisión que tanta relevancia tienen para la economía en su conjunto”. Pues ojalá su señoría, pero quien ha comprado por 450 millones, tiene ya un valor en libros superior a seis veces y no le vale una rentabilidad anual del 14% sobre ventas, probablemente se dedique mañana a trocear y vender por partes. Más de uno tenemos dudas de la preservación de la integridad, de la conservación de puestos de trabajo y de la no movilidad de los centros estratégicos de decisión, pero seguro que su señoría sabe mucho más que este humilde juntaletras y habrá previsto medidas de control y seguimiento… o no.
Este proceso es legal y más que homologable por la Unión Europea, para algo somos sus presidentes semestrales. Pero deja alguna duda. ¿Si un banco de inversión de primer nivel mundial dice que la compañía vale el doble que la deuda, por qué se acepta una valoración menor del 50% a una compañía local y pequeña? Con tamaña discrepancia, igual un tercer peritaje hubiese tenido sentido. Pero, sobre todo, ¿tiene derecho a quedarse una empresa quien ha comprado la deuda al 15% de su valor? La sentencia actual hace que los tenedores actuales de la deuda ya hayan logrado multiplicar por más de seis su inversión, y todo a expensas de lo que saquen vendiendo la compañía a trozos.
Hoy es un mal día para la empresa catalana y española y que debería hacer reflexionar al legislador que, una vez más, no ha estado fino con los detalles. Tiene todo el sentido del mundo que los acreedores opinen sobre el futuro de una empresa en crisis. Tiene todo el sentido del mundo que se planteen planes de reestructuración más allá de la propiedad. Pero no tiene nada de sentido que los acreedores oportunistas, los que han comprado la deuda a derribo para luego convertirla en capital al valor nominal, decidan el futuro de una empresa que ha tenido problemas, como muchas, pero tiene más que clara su ambición de continuidad.
Las cosas, más allá de cumplir con la forma de la ley, tienen que tener sentido, y regalar una empresa a quien con toda probabilidad la va a trocear, carece de sentido.