Estos días, cercano el regreso a las aulas, los medios de comunicación han vuelto a referirse a los graves problemas de salud psíquica infantojuvenil. Todo apunta a que la eclosión de patologías mentales ha venido para quedarse, cuando no para acrecentarse, en los próximos años. Es sólo cuestión de atender a los informes más recientes de Unicef, que señalan cómo en España más del 20% de adolescentes padece trastornos diagnosticados de salud mental. Una problemática especialmente dramática y muy difícil de reconducir, pues se sustenta en mutaciones que han diezmado lo que era un modelo de sociedad bastante decente.
Así, el origen de ese malestar generalizado se encuentra en el mundo que acoge a los pequeños: cargado de fracturas sociales, de desplome del modelo familiar tradicional, de enloquecida aceleración del tiempo y sujeto a una digitalización que choca de frente con lo más propio de la condición humana. Un mundo que aísla al individuo para situarlo como único responsable de su destino, que desarraiga y deshilacha los espacios de convivencia y apoyo mutuo. Reconducir el dislate en que nos hemos sumido va para muy largo. Mientras, se hace más necesaria que nunca la terapia rigurosa e individualizada, con que evitar que un trastorno no resuelto a tiempo lastre toda la vida de un joven.
Además, las patologías mentales son especialmente malditas, nada fáciles de identificar o, incluso, difíciles de aceptar por parte de las familias, a la vez que requieren de un tratamiento costoso y prolongado. Ante ello, la respuesta de nuestro modelo de salud dista mucho de estar a la altura de las circunstancias. El sistema público prácticamente no ofrece el servicio de atención psicológica, mientras que la medicina privada, articulada a través de las mutuas, tiende a atender al paciente mental como si presentara un cuadro de bronquitis: un cuarto de hora y hasta la próxima. Por su parte, la atención enteramente privada sí que, con tiempo y constancia, profundiza en el porqué del malestar, pero a un precio que pocas familias pueden asumir.
Así las cosas, pese a que solventar los males de fondo va mucho más allá de la acción de un gobierno, convendría fijar la salud mental infantojuvenil como una de las grandes prioridades de esta legislatura que iniciamos. Unas buenas políticas públicas pueden mitigar el dolor y reconducir el deterioro de muchos jóvenes. Unas actuaciones que deberían empezar por reconocer la problemática y su porqué. Ello me lleva a recordar la recurrente memez de parte de nuestras élites que no cesan de señalar que el problema de los jóvenes es que han perdido la cultura del esfuerzo. Y se quedan tan anchos.