Es fascinante escuchar tertulias y tertulianos que saben de todo. Grácilmente saltan de la epidemia del Covid a la guerra de Ucrania para aterrizar ahora en la emergencia climática. Médicos que pasan a estrategas militares para acabar como meteorólogos… ni Leonardo en sus mejores tiempos. Y todo bajo la premisa básica de informar poco y asustar mucho.
Nuestros gobernantes y sus voceros parecen sólo estar felices cuando nos hablan de tragedias, será para tenernos distraídos y no ocuparnos de lo esencial.
La ciencia del clima es una de las más complejas que existen, tanto que se describe con las matemáticas del caos. Muchísimas variables interrelacionadas formando sistemas no lineales cuyo comportamiento pasado somos más o menos capaces de explicar, pero somos casi incapaces de predecir el futuro, pudiendo acertar casi igual con medios tradicionales o usando toda la fuerza computacional del mundo. Con el clima, y con la economía, somos mejores forenses que adivinos. No es una exageración decir que el aleteo de una mariposa en el Garraf puede llegar a desencadenar un huracán en el Caribe, o a extender un periodo de sequía en el centro de Asia según vuele hacia un lado u otro. Esa es la magia de un sistema tan repleto de datos y relaciones entre sí, que cualquier cosa, por pequeña que sea, puede cambiar el sentido de un evento.
A esta enorme complejidad que ahora atacamos con complejísimos modelos matemáticos gobernados por ordenadores inmensos le hemos de añadir nuestras limitaciones para medir datos, y más en el pasado. ¿Podemos fiarnos de los pocos registros que disponemos de temperatura o lluvia de hace 200 o 300 años? Y, sobre todo, ¿cuántos años necesitamos para hablar de ciclos?, ¿cuál es la escala temporal adecuada?
Con tamaña fragilidad nos aventuramos a hacer afirmaciones categóricas e incluso tomar grandes decisiones sobre una base científica algo justita. Todas las culturas hablan de ciclos de riqueza y pobreza, y todas las culturas son o fueron de base agrícola. No nos hacen falta ordenadores cuánticos para saber que hay ciclos de sequía y ciclos de lluvia. Ahora, además, los asociamos a un sobrecalentamiento o sobreenfriamiento del Pacífico sur, el efecto del Niño o de la Niña (de momento lo Niñe no ha llegado a la meteorología, aunque no podemos descartar nada).
Aún no sabes si la cantidad de lluvia que cae sobre la superficie terrestre es constante y la variación es qué porcentaje cae en tierra habitada y qué porcentaje en el mar. Decimos que los coches son culpables de todos los males, y nos olvidamos del metano emitido por los animales y de los gases emitidos por las erupciones volcánicas, por no hablar de lo que contaminan los barcos, pero con ellos no nos metemos y sí con la máquina que hace que los ciudadanos seamos un poco más libres. Nos alertamos del incremento del nivel del mar, pero no nos sorprenden las ruinas tierra adentro de antiguos puertos o astilleros. El ser humano lleva ganando territorio al mar desde hace siglos, con el riesgo inherente de inundarse de manera más sencilla que otros territorios.
Si ahora somos conscientes de que, de vez en cuando, hay pandemias, parece que nos hemos olvidado de que también de vez en cuando una gran erupción la lía parda. Dicen que en 1816 no hubo verano en el hemisferio norte por la erupción del Monte Tambora, en lo que hoy es Indonesia, llegando a nevar en Nueva York en el mes de junio. Ha habido bastantes más episodios similares, el último, la erupción del Pinatubo en Filipinas, en 1991, cuyas cenizas enfriaron durante cuatro años el planeta y el mar subió cinco milímetros. Pero, además, nos olvidamos de la influencia en el clima de las tormentas solares o de la deriva del eje magnético, más de 15 kilómetros al año hacia el oeste, por poner sólo dos fenómenos que ni dominamos ni conocemos sus efectos.
Parece demostrada la influencia del ser humano en el clima, pero tendemos a olvidarnos de nuestra pequeñez. Pasan muchísimas cosas a nuestro alrededor tan importantes o más que nuestra huella. Y, sobre todo, debemos desnudar de ideología la información. Ni el alarmismo ni el negacionismo son buenos consejeros. Es normal que haga calor en verano y frío en invierno. Es normal que tengamos periodos cíclicos de sequía. Y lo que no es normal debe subrayarse, sin duda, pero sólo aquello que realmente no sea normal. 40 grados, o más, en Sevilla o en Lleida no significan ninguna novedad; 40 grados en el Aneto, sí.
El Mediterráneo está más caliente que otros años, por lo que es muy probable que nos espere un inicio de otoño lleno de tormentas violentas, antes conocidas como gotas frías y ahora como ciclogénesis explosivas. Pero no podemos olvidar que desde 1947 se han registrado más de 150 episodios que algunos bautizan como Medicán (Mediterráneo + huracán) por lo que seguiremos ante fenómenos “normales”.
Ahora los mapas se tiñen de colores rojizos para mandar a nuestro subconsciente mensajes alarmantes, los noticiarios nos machacan con la emergencia climática, todo converge en el mismo espíritu, hacernos sentir mal, probablemente porque una población asustada es más fácil de manipular. Pero no podemos, ni debemos, olvidar, que una inmensa mayoría de la población comprará primero lo más barato, dejando la militancia ecológica para otro momento. Alimentar el consumismo de cuanto más barato, mejor y luego comernos el tarro con el clima carece de sentido.