En julio tuve la suerte de pasar 10 días en Irlanda con mi familia. Alquilamos una casa en el parque forestal Curraghchase, cerca del estuario del Shannon, el río más importante del país, que divide el oeste de la isla –más rural– del este y el sur –las regiones más pobladas–, con el fin de disfrutar del “agradable” clima atlántico (nos llovió cada día y la temperatura máxima fue de 23º) y de rodearnos de un poco de verde. Un verde que, a ojos de un habitante del Mediterráneo, resulta casi insultante. Si hay algo que caracteriza el oeste de Irlanda (me refiero sobre todo a la provincia de Connacht) son sus suaves colinas cubiertas de pasto, vacas, ovejas y tractores de todo tipo, para la enorme felicidad de mi hijo, además de los pubs que aparecen cerca de los cruces de carreteras, donde sirven cervezas locales y un delicioso fish and chips.
“¿Has estado en Berlín? No sabía que a la gente de Connacht se le permitía viajar tan lejos. Te debieron dar tiempo libre en la granja”, se burla uno de los personajes de Gente Normal, la novela más popular de Sally Rooney, protagonizada por dos estudiantes criados en un pueblecito de las afueras de Galway. La novela, que releí durante las vacaciones, es una buena manera de acercarse al día a día en el oeste de Irlanda sin necesidad de coger un avión. El municipio ficticio que describe Rooney, Carricklea, se parece mucho a los que vi en julio: un puñado de casas grises de escaso valor estético (si no tenemos en cuenta las impresionantes gardenias que decoran puertas y ventanas) atravesadas por una carretera comarcal que conduce siempre hasta una gasolinera o un supermercado Centra, la cadena nacional. Los Centra serían el equivalente a nuestra plaza del pueblo: son el punto de encuentro entre vecinos y habitantes de la zona, ya que todos acuden allí en coche a hacer la compra.
En un par de ocasiones mi familia y yo nos acercamos al Centra más cercano a comprar sausage rolls, leche fresca de vacas irlandesas y mermelada de ruibarbo, tres exquisiteces que en nuestro país son difíciles de encontrar. Durante 10 días seguidos desayuné galletas untadas con mantequilla y mermelada de ruibarbo viendo caer la lluvia por la ventana, otro privilegio que en nuestro querido Mediterráneo, azotado por la sequía, no gozamos. “Cómprame un frasco”, me pidió un amigo, fan del ruibarbo, que en esos momentos debía estar deshaciéndose de calor en su piso de Barcelona. El viaje a Irlanda me libró de la primera ola de calor, pero no he podido escapar de la segunda y la tercera. Mientras escribo estas líneas el termómetro marca 32º y son las nueve de la noche.
“Buenísima la mermelada, no sé por qué aquí es tan difícil encontrar ruibarbo. Me la estoy comiendo a todo trapo”, me confesó mi amigo, agradecido de que le trajese un tarro de regalo. Guardo un segundo tarro en la despensa, pero no se lo regalaré hasta que llegue el otoño y termine de una vez este maldito calor. Me gustaría que la degustase viendo caer la lluvia por la ventana de su cocina de L’Eixample y que de fondo sonara Van Morrison, como en la novela de Sally Rooney.