“Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fueran a ordenar un día que matara a una mujer. A las mujeres no se las toca, no se les pega, no se les hace daño físico y el verbal se les evita al máximo; a esto último ellas no corresponden. Es más, se las protege y respeta y se les cede el paso, se las escuda y ayuda si llevan un niño en su vientre o en brazos o en un cochecito, les ofrece uno su asiento en el autobús y en el metro, incluso se las resguarda al andar por la calle alejándolas del tráfico o de lo que se arrojaba desde los balcones en otros tiempos, y si un barco zozobra y amenaza con irse a pique, los botes son para ellas y para sus vástagos pequeños (que les pertenecen más que a los hombres), al menos las primeras plazas”. 

Lo que acaban de leer –si es que no han huido despavoridos ante la bella complejidad de las frases subordinadas– es el arranque (sinfónico) de Tomás Nevison, la última novela de Javier Marías, una obra maestra sobre la hipocresía social, cuyo episodio ibérico más reciente es el calambre Rubiales que, desde hace más de una semana, copa una agenda pública que, en lugar de ser de interés general, parece salida de una extraña distopía. Nada irreal y bastante cercana. 

Sin duda, habrá quien disienta de esto y, amparándose en la justicia popular, me contradiga y sostenga –con un altavoz digital– que Marías, el mejor novelista español del último cuarto de siglo, no era más que un viejo gruñón que al describir –a través de un narrador imaginario– el trato ancien régime que un hombre debe dedicarle a una mujer asume los estereotipos del patriarcado más siniestro, del mismo modo que hay que añadir un calificativo recurrente, en serie, de molde, a los crímenes que cometen los hombres contra las mujeres –“machista”, “de género”– pero, bajo ninguna circunstancia, e incluso aunque los hechos señalen lo contrario, debe usarse la expresión “asesinato entre homosexuales” en el episodio de Daniel Sancho en Tailandia, o calificar de violencia “vicaria” la muerte en Almería del niño Gabriel Cruz a manos de Ana Julia Quezada, que lo asesinó –según su confesión– porque el menor le robaba la atención de su progenitor, su pareja.

No. Estas dos cosas no deben decirse. La corrección política ha establecido que ni las mujeres ni los homosexuales pueden matar a nadie, especialmente a sus iguales. Ni siquiera en el marco literario de una novela. Y que, si lo hacen, porque el principio de realidad se impone siempre, no deben relacionarse sus actos con su condición. Los únicos que matan con violencia son “hombres heterosexuales”. 

No vamos a perder el tiempo en repetir –una vez más– los pormenores del suceso Rubiales, sobre el que todos, por descontado, tendrán su opinión, aunque acaso deberían preguntarse (en silencio, sin que nadie lo sepa si no quieren sufrir represalias) si es realmente toda suya o acaso ha sido sugerida o impuesta por el rugido de la horda que, como el Shylock de Shakespeare, exige a todas horas su libra de carne en pago por un préstamo incumplido. 

La duda es un rasgo de inteligencia, al contrario que la rotundidad de los dogmatismos, que nunca necesitan ni aceptan argumentos; les bastan las adhesiones. Alguien que busca la verdad de las cosas nunca deja de hacerse preguntas; quien dicta la verdad oficial, en cambio, niega que existan distintas respuestas posibles ante un mismo suceso, igual que –y esto es lo que enseñan todas las novelas de Marías– nada puede narrarse de una forma unívoca y exacta. 

Lo asombroso del episodio Rubiales no es la obscena imagen del miles gloriosus de Motril, igual que el personaje de Plauto, agarrándose la huevada en el palco o besando a una futbolista a la que debía guardar respeto, porque –esto también es cosa antigua– las confianzas excesivas dan asco. El mundo del fútbol, de la empresa, de la banca, de la cultura y hasta de las peluquerías está lleno de fanfarrones y gente estúpida que cree que su voluntad o sus caprichos están por encima de la ley, el decoro y el sentido común. Los sufrimos todos: hombres y mujeres.

Nadie tiene pues un monopolio a la hora de criticar estas conductas, aunque muchos hayan levantado una industria fenicia instrumentalizando a víctimas ajenas. En España existen suficientes mecanismos jurídicos e institucionales para juzgar estas cosas. A excepción de la ley del sólo sí es sí, que ha acabando soltando a condenados por abusos sexuales, contamos con leyes, juzgados y recursos para proteger a las mujeres. Hubiera bastado, una vez visto el espectáculo, poner a trabajar a las instituciones.

La FIFA ha dado ejemplo suspendiendo a Rubiales de su cargo durante 90 días. Su decisión ha sido más efectiva que los fuegos artificiales de nuestro ilustre Gobierno (en funciones), que ha encontrado en este episodio una ocasión para imponer su hegemonía, alimentando la máquina de fango –tan bien descrita por Umberto Eco– en todas direcciones para dejar claro que su diktat moral está al margen de los hechos y sus matices, y que estos importan menos que las opiniones. Basta que alguien grite Yo sí te creo para que se dicte sentencia (sin juez). 

De fondo, por supuesto, está la guerra civil entre la ministra Montero y su verduga política, Sor Yolanda del Ferrol. Ambas practican la sobreactuación, aun a sabiendas de que erosionan el crédito de las víctimas de agresiones sexuales. Iceta, el único ministro con competencia real en la materia, ha tardado más de diez días en manifestarse, dejándole todo el espacio escénico a la vicepresidencia del Gobierno, a la que no le importa la eficacia, sino el foco de las cámaras. Lo primero se consigue poniendo a funcionar las instituciones. Para lo segundo basta con dar una rueda de prensa como portavoz (no autorizada) de la persona afectada.

Algunos detalles explican todo este delirio: la escena del beso, que algunos equiparan con terrorismo sexual, sucedió en Sídney, donde la justicia española no es competente. El supuesto acoso tampoco ha sido, hasta ahora, denunciado en un juzgado por la futbolista afectada. Todo el caso, salvo la pertinente decisión de la FIFA, se ha ido convirtiendo en un grotesco vodevil con derivaciones berlanguianas: la madre de Rubiales en huelga de hambre y Otegi, condenado por terrorismo, diciendo que los actos del presidente de la Real Federación Española de Fútbol lo “deslegitiman para estar en cualquier institución”. Una regla que, en su caso, decae.

A pesar del escándalo que pueda causar la conducta de Rubiales, lo que están alimentando los políticos es el combustible del mismo fanatismo que ejerció la Santa Inquisición. Como han escrito Manuel Peña y Doris Moreno, dos de los historiadores que mejor han estudiado el Santo Oficio, “la proyección de los sermones inquisitoriales buscaba la adhesión o, por lo menos, la obediencia. Los parlamentos de los inquisidores se elevaban con lenguaje y retórica barrocos, buscando a las élites, recordándoles que el Santo Oficio no era tribunal de dormidos, sino de despiertos vigilantes”. 

Los inquisidores estaban seguros de actuar en defensa de la fe y contar con el aval infalible de la Iglesia, representante de Dios en la Tierra. Sus autos de fe para castigar la herejía tenían amplia aprobación popular. Si las sentencias de la Inquisición nos merecen hoy reprobación no es porque se ajusticiase a inocentes –ninguno de sus reos lo era a sus ojos–, sino porque el dogmatismo religioso e ideológico, de cualquier signo, es intolerable en una sociedad civilizada. Que alguien fuera culpable de herejía no refrenda los medios del Santo Oficio. Hemingway lo resumió con una frase más simple: “Estar contra el diablo no te convierte en un santo”. 

El episodio Rubiales causa vergüenza. Los sambenitos y el supremacismo del feminismo de barra brava provocan espanto. Ninguna de ambas cosas ayuda a la causa de las mujeres. En esto, de nuevo, conviene citar a Marías: “Casi todo el mundo gusta de pensar bien de sí mismo, y que sería incapaz de matar a sangre fría, bajo ninguna circunstancia. Pero mucha de esa gente no se inmuta cuando la policía mata a un terrorista. Más bien siente alivio”.