En el Código Penal español de 1944, matar al cónyuge acarreaba sentencia de muerte. No estaba la justicia franquista para muchas bromas, o tal vez fuera que el general quería tener el monopolio de la muerte y castigaba con la pena capital a quien osara hacerle la competencia. Ahora bien, al marido que pillara a su santa en adúltera coyunda y la matara en el acto, se le aplicaba solamente la pena de destierro, que no es que fuera poca cosa, pero no era la muerte. Incluso podía volver a probar suerte con un nuevo matrimonio, y vuelta a empezar. De hecho, aquel código penal fue pionero en lo que hoy se conoce comercialmente como “ofertas dos por uno”, y si además de a su esposa, el marido ultrajado mataba también al infortunado amante, la pena era la misma.
No estoy muy al caso de cómo ha evolucionado el Código Penal, pero me barrunto que hoy en día es incluso más duro. Si un inocente beso se convierte en casus belli para todo un país, e incluso el Gobierno interviene para castigar al criminal, imagino que meter mano debe de penalizarse con la castración sin anestesia, y el adulterio, con lapidación en plaza pública. Es bueno que volvamos a la moral y las buenas costumbres de antaño, que se empieza besando a la gente sin su permiso y se termina invadiendo Polonia. Puede dar gracias el criminal Rubiales de su estatus de separado, puesto que si estuviera casado, su mujer tendría derecho a terminar con su vida y con la de Jenny Hermoso (el famoso dos por uno), como lo tenían los maridos del franquismo. Aunque vayan ustedes a saber, igual hoy en día gozan de esta prerrogativa también las exparejas, en algo habremos de mejorar al franquismo. Las parejas de hecho sí la gozan, por supuesto, ya no se hacen distingos con las casadas por la iglesia.
Personalmente, me tranquiliza saber que ya puedo ir por la calle sin peligro de que alguien me bese. Hasta ahora, andaba siempre alerta, en cualquier momento se me podía abalanzar un criminal del ósculo, un caco de esos que en lugar de la cartera te roba besos, y dejarme acomplejado y hundido para los restos, como imagino que le ha ocurrido a esa pobre futbolista, así ha tenido que salir todo un país en su defensa. Hasta me dejé la barba pensando que con esta barrera pilosa alejaría a los malhechores, o por lo menos se lo pensarían dos veces antes de atacarme con saña con sus peligrosos labios. Debo reconocer que ha surtido efecto, mejor le habría ido a la Hermoso seguir la misma táctica. Tal vez ahora, ya sin peligro, pueda rasurármela.
Besar a alguien que se acaba de proclamar campeón del mundo es lo más terrible que han visto mis ojos, no solo contra las mujeres, sino contra a humanidad en general. Desde que supe de la bomba sobre Hiroshima, que no había sentido tanta vergüenza de pertenecer al género humano. Porque hoy hablamos de un beso, pero quién nos asegura que mañana no será un abrazo o, incluso -Dios no lo quiera- una palmada en la espalda, por cualquier fútil motivo como haber alcanzado un premio, haber sido madre o haber logrado llegar a fin de mes. Las muestras de felicidad y alegría se sabe cómo empiezan, pero nunca se sabe cómo terminan.
No hay que tener piedad con Rubiales. Pero debemos tener claro que castigar severamente a quien, hombre o mujer, pegue sus labios a los de un semejante sin que medie consentimiento escrito, es solo un primer paso. Regresar a la senda de pudor y las buenas costumbres exige ir un poco más allá, y sancionar con idéntica dureza a quienes se besen en público aun voluntariamente, con la excepción de que sean personas del mismo sexo, en cuyo caso el beso será celebrado como le corresponde a una sociedad abierta e inclusiva como la nuestra.