Hace casi una década, Domenico Losurdo publicó un ensayo titulado La izquierda ausente. Sin valorar su polémico estalinismo, su principal argumento es conocido y compartido. Con la caída del Muro de Berlín y la descomposición de la URSS, el estado del bienestar se ha ido debilitando, y no sólo en Occidente. Además, el anhelo de la socialdemocracia de alcanzar una paz global ha quedado fulminado con la eclosión de pequeñas guerras, legitimadas o contempladas pasivamente desde la sociedad del espectáculo. Y ante la crisis permanente abierta en 1989 y el imparable deterioro de las condiciones sociales de la gran mayoría de la población mundial, la izquierda se ha ausentado, se ha desdibujado como fuerza política de oposición.
El neoliberalismo ha contagiado poco a poco a la mayoría de la opinión pública con su discurso contrario a la coerción fiscal y al estatismo como el modo más eficaz de redistribuir la riqueza. El tono rebelde del neoliberalismo está eclipsando las históricas reivindicaciones de la izquierda sobre la cuestión social, que han mutado en cantinelas viejunas para el joven individualismo que campa a sus anchas en las redes.
En España, la persuasión política y mediática que clama contra la “redistribución forzosa” mediante la presión fiscal está conquistando poco a poco a muchos electores. Los continuos “regalos” de bonos para fomentar el ocio entre jóvenes y jubilados urbanos, para ayudar a la integración social y reagrupación familiar de inmigrantes, para reforzar la independencia económica de mujeres víctimas de violencia de género, etcétera, han sido interpretados por una parte de la ciudadanía, en su mayoría de clase media, como un despilfarro por el descontrol en su Administración. De ahí a la deslegitimación del estado social solo hay un paso.
Ante este avance del contagio liberal, trufado en ocasiones de un atractivo anarcocapitalismo, el discurso de una parte de la izquierda (Sumar) –en defensa de un mínimo “escudo social” que proteja a los más desfavorecidos— es en sí mismo una renuncia al sólido proyecto de aumento constante de bienestar social. El abuso en el empleo del término progresista por el bloque mayoritario de la izquierda (PSOE) es otro signo de ambigüedad ideológica o pensamiento débil, al incluir grupos políticos de claro perfil conservador e identitario como fuerzas progresistas.
Nada nuevo. La hasta ahora oposición neoliberal sigue los viejos argumentos del darwinista Hubert Spencer: obligar a los ricos a dar una parte de su riqueza –para contribuir a mejorar las condiciones de los más necesitados— es exigir por ley la caridad cristiana. Para los conservadores este fortalecimiento de la coerción fiscal estatal es retroceder casi dos siglos, es imponer una nueva forma de “Iglesia de estado”. El mejor modo de inocular con gusto esa apología del individualista “sálvese quien pueda” ha sido aderezarla con la correspondiente y simplista reivindicación nacionalista del ¡Viva España!
Ante este populista giro neoliberal la izquierda ha bajado los brazos y completado su ausencia absoluta. Su incomprensible sumisión a los nacionalistas periféricos les ha impedido reivindicar el patriotismo cívico español como clave de bóveda del estado social. Su ceguera respecto a la utilidad de los símbolos comunes es proverbial. La secularización del “amor cristiano” y la “caridad” necesita de una ética civil y comunitaria de la donación. La izquierda seguirá ausente mientras siga empeñada en la premisa misantrópica del innato egoísmo humano. Antes que la obligatoriedad progresista de la redistribución, hay que fortalecer el sentido común ciudadano de la solidaridad.
Todo hubiera sido más fácil si en la campaña electoral la progresía hubiese denunciado abiertamente a los nacionalistas y sus chiringuitos proto independentistas, por estar basados en la desigualdad y el egoísmo. Sólo entonces la izquierda española hubiera dejado de estar ausente para muchos electores. La noche del domingo se escucharán lamentos, craso error será que atribuyan unos resultados adversos a una equivocación de la ciudadanía.