Durante una de las horas de guardia de este curso, una compañera y yo tuvimos que cubrir la ausencia de otra compañera en la llamada aula oberta. Las aulas obertes, a pesar de su definición oficial un tanto estilizada, son aulas en las que suelen concurrir alumnos de segundo ciclo que han mostrado problemas de conducta durante cursos anteriores. No es fácil dar clase a uno de esos grupos, por lo general muy reducidos. Y menos, cubrir una guardia. He ido algunas veces durante este curso y he presenciado varias peleas.
Aquel día le tocaba cubrir la guardia a mi compañera, pero entré con ella para tomar un poco el pulso. Algunos de los alumnos estaban especialmente alterados: revoloteaban a nuestro alrededor e intercambiaban insultos y desafíos. Al cabo de algunos minutos, uno de los alumnos se encaró con mi compañera, a quien le dijo, en actitud muy hostil, insistentemente, casi gritando, supurando una rabia que no conseguía controlar, que no le rompiera sus cosas. “Sus cosas” era un palillo largo que ya me había enseñado a mí apenas unos momentos antes y que mi compañera, al verlo, le había quitado y roto por la mitad.
En algún instante de la disputa, mi compañera, con un gesto diáfano de desprecio, le preguntó: “I a mi per què em parles en castellà?”. Conseguí llevarme de allí al alumno, que todavía continuó unos segundos su acometida, pronunciando algún improperio, esta vez, después de la pregunta admonitoria, en un perfecto catalán. En el pasillo le dije, adoptando su registro, que no podía ponerse así por un palillo de mierda, y que menos podía hablarle así a una profesora. Él seguía su letanía, sin mirarme: que no me rompa mis cosas. Al final se tranquilizó, entró de nuevo en clase y allí estuvo sosegado hasta el final de la hora según me contó mi compañera, quien también me agradeció que la hubiera defendido.
Pero a mí se me quedó grabada aquella pregunta que no era una pregunta sino un reproche y un desprecio. Mira que había cosas que reprochar de la actitud del alumno: las palabrotas, el tono elevado, su agresividad, su actitud manifiestamente amenazante. Pero a mi compañera lo que parecía haberla ofendido más era que le hubiera hablado en castellano. Ese fue el mensaje. Y seguramente fue inconsciente, porque la pregunta brotó como un acto reflejo.
Y ese tipo de mensaje está en el día a día en Cataluña: una gota más de la lluvia fina que ha ido calando en el imaginario colectivo de la sociedad catalana durante tantos años y que ha ido moldeando actitudes y marcos mentales. La espiral del silencio es una consecuencia de ese proceso casi invisible: el alumno ni se inmutó cuando mi compañera le afeó que hablara en castellano. De hecho, cambió de lengua.
Y ese goteo es permanente y está absolutamente naturalizado: por eso, la tutora de mi hija en P-4 nos dijo, como si tal cosa, que la niña todavía hablaba demasiado en castellano en el colegio; por eso, hace unos años, una compañera se atrevió a decirme que en los claustros había que hablar en catalán, después de que yo hubiera utilizado el castellano; por eso, Marta Polo le preguntó a Carlos Carrizosa en el programa La gran contradicció, con una mezcla de suficiencia y reproche, por qué respondía en castellano si ella le había preguntado en catalán; por eso, asimismo, Soto Ivars, en la presentación de su libro La casa del ahorcado en Figueras, a la que asistí, pidió disculpas por hablar en castellano al empezar su intervención.
Son apenas algunos ejemplos para mostrar esa presión, más o menos sutil, y en cualquier caso constante, que opera en la cotidianidad catalana para que los castellanohablantes dejemos de utilizar nuestra lengua materna. Esa presión, sin embargo, parece que solo puede ser unidireccional si atendemos a la polémica que se generó en un partido de la Queens League hace algunas semanas: una de las jugadoras se quejó a la árbitra, en catalán, de una falta, y alguien la conminó a que hablara en castellano.
Hay que precisar que, en beneficio del espectáculo, tanto jugadoras como árbitra llevan micrófonos que permiten escuchar sus conversaciones. Y hay que recordar, también, que ya el propio Piqué justificó el uso del español en la Kings/Queens League atendiendo al origen hispanohablante de muchos espectadores: vino a decir que no podía limitar el alcance de la audiencia utilizando el catalán.
Es decir, en una competición privada dirigida a millones de espectadores hispanohablantes se le recordó a una jugadora –que cobra por participar en ella– que debía emplear el castellano para que la entendieran. Las redes ardieron y se llenaron de las palabras gruesas de siempre: persecución, imposición, falta de libertad, inalienable derecho a utilizar la lengua materna… Es decir, lo que se le exige en Cataluña a los castellanohablantes desde que entran en P-3 a la escuela resulta intolerable exigírselo a una adulta que cobra por participar en un espectáculo dirigido, principalmente, a hispanohablantes: el catalán como derecho y el castellano como ofensa.
El incidente incluso llevó a Pilar Carracelas a exclamar en Twitter que aquello no pasaba ni en tiempos de Franco. Algo es algo: al menos desmintió, quizás sin darse cuenta, a aquellos de sus correligionarios que aún hoy siguen afirmando que con Franco encarcelaban a la gente por hablar en catalán.