A pocos días de la inauguración del ciclo anual del Teatro Romano de Mérida, España se detiene en la ciudad levantada por Octavio Augusto. Ante la propuesta del PP de ofrecer a Vox la presidencia del Parlamento de Extremadura, la respuesta del partido ultra es clara: poder en el Ejecutivo o nada. María Guardiola, ganadora en votos del PP, acepta en la Mesa de la Cámara a Blanca Martín, del PSOE. El ticket del 28M no acaba de cerrar su pacto en el Parador de Mérida y ya se avista la repetición electoral. Mérida se recordará por la influencia que puede extender por todo el país, después del rodillo valenciano.
Abascal va siempre unos metros por delante. El líder de Vox dice que el PP hace como si “nosotros no estuviéramos”; él quiere abolir la ley de violencia de género, que goza de unanimidad desde 2004. Su insistencia le señala: ha convertido a la identidad de género en el eje del 23J
El pasado sábado, Vox movió el suelo del municipio de Barcelona, retirando su intención de recurrir el recuento y el PP facilitó de inmediato la investidura de Collboni. El bloque de la derecha, que ha forjado los pactos autonómicos en Valencia y Baleares, ha duplicado sus concejales en todo el mapa español; el ticket conservador controla 30 de las 52 capitales de provincia, y 140 municipios, en todo el país.
Parece que la suerte está echada, como anunció Octavio ante las tropas de la Lusitania, hace 2.000 años. Pero Feijóo pone el freno al comprobar lo primeros desaguisados de su bloque. Populares y Vox saben que o gobiernan juntos o no gobiernan. Un dato extrapolable a las elecciones generales, en pleno impacto de la casi mayoría absoluta. Abascal será vicepresidente, si Feijóo quiere ser presidente.
Llegados a este punto, aparece el cisne negro, cuando Abascal dice que el género es pura ideología, sin admitir que la igualdad es la contraseña de la democracia española, la de todos. Por exigencias del guión electoral, la derecha se derechiza, pero el PP empieza a dudar de la eficacia de su silencio ante el machismo atávico de su socio, ante su negacionismo irracional de Vox.
Feijóo defiende sus acuerdos sobre los mausoleos socialistas: “En los acuerdos entre PP y Vox, no hay ni una coma que cuestione la violencia machista”, dice, mientras los nuevos feudos anuncian la supresión de leyes y concejalías que defienden a la mujer. Vox aspira a gobernar lesionando derechos, mientras el PP hace mutis por el foro. El Jefe, como le llamaba Sánchez Dragó al líder de Vox, impuso la demonización de Sánchez, el ataque personal, un estilo que hizo fortuna en Génova. Y ahora, cuando el insultante sanchismo empieza a quedarse en la cuneta de la historia por inveraz y embaucador, Feijóo se sitúa más allá de Finisterre, en la isla mágica de Pedro Cuartango. Le tiemblan las piernas. Él ha sacado al genio de la lámpara antes de comprobar sus inaceptables exigencias.
El 23J está marcado por dos extremos: el soberanismo catalán cantera de la hispanidad unívoca y el nacionalismo español, la mina de los indepes. La campaña no empieza ni termina; es un hilo musical que te machaca el cráneo como el concierto de ruidos que acompaña al comprador en las grandes superficies o la oratoria hímnica de los altavoces en los estadios de futbol. España, antítesis del pensamiento sereno desde Ortega, prohíbe tácitamente el recogimiento. La soledad del votante ha sido lesionada por la mentira y la ponzoña de la propaganda, la no ideología
Per miedo a perder la oportunidad de su vida, Feijóo está perdiendo su pulso con la extrema derecha, depositaria de las tesis de Alternativa por Alemania, Fratelli d’Italia o el Frente Nacional francés. El centro todavía es posible, pero no se puede pasar de puntillas ante el desamor de la España metafísica.