Gonzalo Baratech

La farmacéutica barcelonesa Almirall cubrió esta semana en apenas veinticuatro horas una ampliación de capital de 200 millones de euros. La familia Gallardo, dueña de casi el 60% de la compañía, aportó íntegramente su parte proporcional mediante un desembolso de 120 millones. De esta manera, conserva la mayoría y mantiene el pleno control de la firma.

Los fondos frescos que han entrado en las arcas de la sociedad permitirán acelerar su crecimiento, sin necesidad de recurso alguno a préstamos bancarios. En particular, se prevé absorber empresas competidoras y adquirir licencias de entidades del mismo sector para la distribución de sus artículos.

Los emprendedores catalanes arrastran el sambenito de un supuesto vuelo gallináceo, por su escasa propensión a unir esfuerzos con sus colegas, entre otros motivos porque ello implica ceder una parte de los atributos del mando. Así se explica el escaso número de alianzas que florecen por nuestros andurriales.

A este respecto, Antonio y Jorge Gallardo Ballart, propietarios de Almirall, son unos adelantados a su época. Ya en el lejano 1997 pactan la unión con su contrincante Prodesfarma, feudo de Antonio Vila Casas, Santiago Oller Daurella y Daniel Bravo Andreu.

Gracias a su predominio accionarial, los dos hermanos asumen, desde el primer momento, el gobierno de la fusionada Almirall-Prodesfarma. La amalgama funciona correctamente y surte efectos provechosos.

El statu quo perdura hasta 2006, cuando los Gallardo compran la parte de Vila y Oller por 450 millones, mientras Bravo sigue como socio.

El año siguiente dan un paso adelante trascendental. Consiste en sacar a bolsa un lote minoritario de títulos de Almirall. Las acciones se colocan como rosquillas entre los ahorradores al precio de 14 euros. Y la capitalización del laboratorio alcanza los 2.330 millones.

El trasiego proporciona a los Gallardo un espectacular pelotazo. Se meten en el zurrón 830 millones, entre el cobro de dividendos previos al lanzamiento bursátil y el importe de las acciones vendidas.

El dúo fraterno es también pionero en guarecer su caudaloso patrimonio de las veleidades secesionistas que empezaban a apuntar con timidez. En 2012 traslada a Madrid la sede de las patrimoniales que controlan Almirall. Tras el estallido del procés en 2017, repite la jugada y hace lo mismo con la holding que alberga los activos privados de la saga.

La fundación de Almirall se remonta a 1943, cuando Antonio Gallardo Carrera, delegado en Barcelona de un productor sevillano de fármacos, decide establecerse por cuenta propia. Para ello, se hace con una pequeña industria perteneciente a Víctor Almirall Riu, de quien toma el nombre.

Corriendo el tiempo, incorpora a sus hijos Antonio y Jorge al alto mando de la casa en las décadas de los 50 y 60. El negocio crece a paso de carga. En 1970 corona un hito descollante. Se erige por vez primera en líder del mercado español. El binomio se releva en la dirección del conglomerado. Antonio lo lidera en la primera etapa. En 1988 cede la batuta a Jorge.

Este último, a su vez, la traspasa en mayo de 2022 a su hijo Carlos Gallardo Piqué, tercera generación de la estirpe. Seis meses después, el nuevo mandamás afronta su primera crisis. Dimite de forma intempestiva el consejero delegado Gianfranco Nazzi y Carlos se ve obligado a asumir las máximas funciones ejecutivas de forma “interina”.

La situación no puede decirse que sea plácida. En dos años y medio se suceden nada menos que cuatro consejeros delegados. Es toda una marca de apabullante inestabilidad. Los avatares del mercado, junto con unas inversiones ruinosas y una estrategia errática o incluso funesta, provocan el desplome del valor del grupo.

Dieciséis años después de su espectacular estreno en el parquet, el cambio de Almirall ha caído a solo 8 euros y la capitalización no llega a los 1.500 millones. De tales datos se desprende, por expresarlo con benevolencia, que la gestión realizada fue manifiestamente mejorable.