Lleva desde 2021 trabajando como número dos en el Ministerio de Trabajo, pero su salto a las primeras páginas es reciente. Josep Vendrell es Palinuro, el timonel de los argonautas, embarcados en la nave de la vicepresidenta, Yolanda Díaz, con la misión de hallar el granero de votos de la izquierda hoy fragmentada. Es a Vendrell a quien le ha tocado poner un NO simbólico sobre las cabezas de Montero y Belarra, brazos del emboscado Pablo Iglesias, protegido en burladeros mediáticos junto a sus turiferarios. La dirección tiránica de Podemos puede salvarse de las profecías, pero no de los exégetas.
Hijo de Josep Vendrell Rebert, un exalcalde del PSUC en Camarasa (Lleida), el jefe de gabinete de la vicepresidenta segunda es un militante formado en la herencia de la vieja escuela eurocomunista capaz de construir sin purgar. En su salto desde el viejo partido catalán extinguido –el Estimat PSUC— hasta la causa de ICV, Vendrell fue la mano derecha de Joan Saura, mientras el líder de la formación ecosocialista desempeñó el cargo de consejero del Interior en la etapa del Govern tripartit. Ha sido diputado del Parlament y del Congreso. Es un revisionista de tomo y lomo, si por ello entendemos al que aúna voluntades y fabrica proyectos. Es el panzer sigiloso que en poco tiempo se ha comido, con elegante displicencia, las consecuencias de la guerra entre pablistas y errejonistas, las pilastras del posmarxismo que levantó el 15M y lo embalsamó después a base de nefastos empoderamientos.
Mientras dure la convergencia de 15 pequeños partidos bajo la plataforma de Sumar, Vendrell tendrá las llaves del reino. Es el que cautela el proyecto sentimental de la unidad de la izquierda como vía para movilizar el voto. Sin un relato sensible, el espacio a la izquierda del PSOE pierde su mayor activo, tal como confiesan Yolanda Díaz y uno de sus mejores apoyos, el brillante eurodiputado y diplomático Ernest Urtasun, portavoz de la campaña.
A Vendrell, el mito de Argos no puede venirle más al pelo. En su viaje al fondo de las bases podemitas, este hombre discreto y de voz apagada no contará con la belleza del mar de los griegos que une las riberas europea y asiática. Su Bósforo y su Dardanelos están en tierra firme; son banderías sumergidas que confunden la política con la risa de Gargantúa o el llanto de Medea, los extremos. Vendrell restaura a los recalcitrantes con reuniones interminables y noches en vela. Algunos le llaman a eso estajanovismo, porque confunden la gimnasia con el azafrán; la virtud del timonel es la paciencia necesaria para desgastar el último aliento del contrincante dialéctico, sobre una mesa y lejos de la elocuencia.
Al asambleísmo desnortado solo puede detenerlo un burócrata programático de los que confeccionan las listas, los cargos y la línea; todo a la vez y sin levantar la voz. Y este es Vendrell, un epítome sin pretenderlo de los pactos de los que habló el intelectual de origen húngaro y dirigente de la antigua Komintern Arthur Koestler en sus Memorias (Lumen): la lucha entre la inocencia destructiva y el partido; la debacle del grito frente al líder instalado o la perífrasis de la idea contra la mole inexpugnable del aparato.
En el poema épico de Virgilio, el timonel de Eneas sale de la Troya saqueada en dirección a la costa Amalfitana, al sur de Italia. Hoy, en el cabo Palinuro, un promontorio rocoso situado en la punta de la península de Sorrento, no hay ningún cenotafio de la gesta. Allí, al norte de la bahía de Nápoles, donde rigen la piedra y la memoria, el timonel restauró a los argonautas, como hace ahora Vendrell con los dirigentes de Podemos que se incorporan a Sumar. Su destino está lejos del inframundo de los clásicos; Vendrell es el culo di ferro de la única operación que puede salvar a Sánchez, el rey desnudo.