Mi amiga Samina dice que no encuentra pareja porque no ha superado uno de los peores traumas de su infancia: el miedo a ser abandonada. Cuando me lo dijo, imaginé que se refería a que tiene miedo a que rompan con ella, a que la dejen en contra de su voluntad, pero no, se refería al abandono físico, a ser olvidada en una cuneta o en una gasolinera. “Con cuatro años mi madre se olvidó de mí en el supermercado, se marchó con mi hermano y yo me quedé sola en la caja un buen rato. No lo he superado”, me confesó.

Estuve a punto de estallar en una carcajada, pero ella lo decía muy seria, así que me puse a pensar yo también si tenía algún tipo de trauma infantil que justificase mi dificultad para tener una relación estable. Entonces me acordé de que me ponía triste que mis padres casi nunca me vinieran a buscar a la salida de la escuela, o a la llegada de una excursión, o unas colonias, ni tampoco al aeropuerto, cuando ya de más mayor pasaba largas temporadas en el extranjero. 

“Coge un taxi, ya te lo pagaremos”, me solían decir. Pero yo lo que quería era verlos tras la cinta de seguridad con unos globos o unas flores cuando se abrieran las puertas automáticas que dan al vestíbulo de salidas. Nada. Nunca había nadie.

Hoy, una de las cosas que más ilusión del mundo me hacen es ver el rostro de un ser querido cuando regreso de un viaje. Y que me pregunte cómo ha ido, qué he hecho, qué he comido, a quién he conocido. “Dios mío, ¡cuánto tiempo hace que nadie le pregunta nada! Parece toda una eternidad. Solamente su marido le preguntaba sin cesar, porque el amor es un preguntar constante. Sí. No conozco ninguna definición mejor del amor”, escribe Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido. No puedo estar más de acuerdo. No estoy cómoda con las personas que a la mínima te interrumpen para girar la conversación hacia ellas mismas. “¿Qué tal por París?”, “Bien”, “Pues yo, cuando estuve en París… pues a mí, pues yo, pues yo…”.

“La frase ‘es lo mismo que me pasa a mí, yo…’ parece como si continuase los pensamientos del otro, como si enlazase con ellos dándoles la razón, pero eso es falso. En realidad se trata de una rebelión brutal contra una brutal violencia, de un intento de liberar de la esclavitud la propia oreja y ocupar por la fuerza la oreja del contrario”, escribe en otro momento del libro Kundera.

Por si acaso, me he prometido a mí misma que iré a buscar a mi hijo al colegio, y a donde sea, siempre que pueda, y después lo freiré a preguntas, no vaya a ser que llegue a los 40 y pico soltero y me eche las culpas. O quizás ya sea demasiado tarde. Cuando tenía nueve meses, se me quedó encerrado en el coche durante 45 minutos. Lloró como un condenado. ¿Trauma de por vida?