El próximo domingo, Yolanda Díaz, la Elegida, entrará en el nuevo templo de la izquierda. El lugar escogido para su entronización será un conocido pabellón de baloncesto del barrio bien de Madrid. El día señalado será el domingo de Ramos, que al que no estrena se le caen las manos. Es inevitable la analogía de este acto con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén con su sayo blanco, palma en mano, rodeado de sus fieles seguidores y montado en una simpática borriquita. No es casual, entrar en una ciudad montado en burro es un signo de paz, hacerlo a caballo es evocar la belicosidad de los reyes guerreros.
El asno es un ser inseparable de cualquier Elegido o Elegida que se precie de serlo. Es un animal tozudo, pero imprescindible. En la tradición cristiana, el burro es testigo principal, junto al buey, del nacimiento del Mesías, y, por si fuera poco, antes había sido el portador de María embarazada en la huida a Egipto, eso sí, con el veterano José controlando las riendas.
El asno en la antigüedad no tuvo la misma consideración bondadosa y colaboracionista que en el cristianismo, se asociaba a Príapo y su falo desproporcionado en erección y, por tanto, a los placeres carnales más vistosos y groseros. Ha de ser una borriquita, en versión cristiana, la que acompañé a Yolanda Díaz, pero ante la posible negativa de Ione Belarra, Irene Montero y Teresa Rodríguez, ¿quién portará en su entrada triunfal a la política gallega? ¿Ada Colau o Mónica García?
Con el pelo casi tan rubio y las vestimentas tan claras, como tiempo ha portase Isabel Tocino –aquella promesa fugaz de la derecha en tiempos de Aznar—, Díaz pretende sumar al PSOE, lo que Podemos ya no es ni capaz de gestionar ni recibir. Los principales avales de la Elegida son el uso de los ERTE y la subida del salario mínimo. Que sean esos sus mejores argumentos para defender su política social, muestra la extrema debilidad ideológica y orgánica de esta nueva corporación de izquierdas que va a impulsar. No haber recurrido a los ERTE durante la pandemia, disponibles ya en la última reforma laboral del PP, o no haber subido en los últimos dos años el salario mínimo interprofesional, con una inflación tan desbocada en los productos básicos, hubiera dejado en evidencia la absoluta inutilidad de su ministerio y su persona.
Tomar o impulsar esas medidas es lo mínimo que la ministra tenía que hacer. Más alarmante y criticable es que durante su ministerio la inspección de trabajo, fundamental para el respeto de los derechos de los trabajadores y el buen funcionamiento del mercado laboral, haya seguido tan escuálida e infradotada como en épocas pasadas. Si no hay una inspección efectiva, al margen de los corporativos controles sindicales ¿de qué sirve la subida del SMI si, en numerosos casos, hay una sobreexigencia empresarial para trabajar en horarios al margen del contrato?
Son legión de votantes de izquierdas los que miran a Díaz con una relativa ilusión. Entre lo flojo, dicen, es lo mejor. Son tantas las ganas que hasta se le perdona el numerito de monjita empalagosa y blanqueada que protagonizó, durante más de una hora, en la moción de censura de Vox/Tamames, con el permiso de Sánchez, el nuevo macho alfa de la izquierda.
En fin, después de la entrada en el templo viene la última cena, con Judas también en la mesa, y a continuación el calvario de las caídas, una semana de mucha pasión. De la borriquita nunca más se supo.