Poco antes de que naciera mi hijo escribí una columna criticando que muchas mujeres desaparecían de mi club de tenis después de ser madres, mientras sus maridos seguían viniendo a jugar. Lo escribí en un tono bastante cínico, como si a mí eso no me fuera a ocurrir. Y la realidad ha sido que he tardado casi dos años en volver a coger la raqueta. La culpa no ha sido tanto de un marido machista o de no tener ayuda, sino de los remordimientos que siento por abandonar a mi hijo con la canguro un jueves por la tarde o un sábado por la mañana para jugar al tenis.
Esos remordimientos, o más bien un sentimiento de obligación, también explican que haya sacrificado quedar con algún amigo para comer, ver una exposición o una salida a la montaña para llevar a mi hijo a un espectáculo de marionetas, al parque, a una granja de animales, al Cosmocaixa, de excursión por la naturaleza o cualquier otro plan infantil que considere más educativo o estimulante que dejarlo en casa viendo los dibujos.
“Nuestros padres no nos dedicaban tanto tiempo y tampoco hemos salido tan mal”, me recordó hace poco una amiga, madre soltera como yo, antes de hincar los palillos en un humeante bol de ramen. Me hizo pensar en otras amigas madres, mucho más entregadas que nosotras dos, que sacrifican cuantiosas horas de sus fines de semana para presenciar los partidos de fútbol o básquet de sus hijos, algo que mi madre nunca hizo. Se limitaba a llevarnos y recogernos del partido –o se lo turnaba con otros padres—, pero nunca se quedaba a vernos jugar. A mí me gustaba que no se quedara. Me sentía más libre para hacer lo que me diera la gana.
Ahora, por lo que veo, los padres no solo se quedan a ver los partidos y se organizan el día en función de estos, también se quedan en las fiestas de cumpleaños a las que sus hijos han sido invitados e intentan ir a recogerlos al colegio cada día.
¿Estamos demasiado obsesionados con pasar más tiempo con nuestros hijos?, nos preguntamos mi amiga y yo, los ramen enfriándose en el bol. Ninguna de las dos tuvo la suerte de que nuestros padres nos vinieran a buscar al colegio o al regresar de las colonias, algo que ahora está considerado de mala madre.
Según el psicólogo estadounidense experto en familias Joshua Coleman, en las últimas décadas ha habido una clara tendencia hacia la crianza intensiva, es decir, “cuando los los padres se han visto presionados a sacrificar sus aficiones, intereses y amistades para dedicar todo el tiempo y recursos posibles a la crianza de sus hijos, con el fin de asegurarles un futuro estable”, escribe en un artículo reciente en The Atlantic. Se trata de una apuesta arriesgada, porque cuando los hijos crecen ya no les necesitan tanto, “y pueden sentirse perdidos”, alerta. De acuerdo con Coleman, los padres de la generación anterior no necesitaban preocuparse tanto por el bienestar de sus hijos –la coyuntura económica era más estable— y por eso no les importaba dejarnos con los abuelos o la canguro, que pasáramos horas frente al televisor o nos pusiéramos morados de chucherías y chocolatinas.
Ahora, en cambio, estamos tan obsesionados con el futuro de nuestros hijos que lo sacrificamos todo por ellos, especialmente el tiempo que dedicamos a nuestros amigos. La última vez que le propuse quedar a mi amiga Marta, por ejemplo, me dijo que tenía los próximos fines de semana comprometidos porque su único hijo, que acaba de cumplir 6 años, “ya tiene su propia agenda social”, a la que ella, por lo que veo, está sometida. No voy a juzgarla, teniendo en cuenta que antes de escribir este artículo me he dedicado a comprar entradas para ir a las marionetas el sábado y he cancelado una comida con un amigo para poder ir a recoger a mi hijo a la escuela (mañana le fallaré, y el miércoles también). Como dice Coleman, nuestros hijos se han convertido en nuestros mejores amigos, hasta que nos manden a freír espárragos.
“La infancia se ha convertido en el último bastión de la bondad, el último lugar donde podemos encontrar más amor en el mundo del que parece haber”, observan el psicoanalista Adam Phillips y la historiadora Barbara Taylor en el libro On Kindness, citados por el reconocido psicólogo. “De hecho, la obsesión moderna por la crianza de los hijos no es más que una obsesión por la posibilidad de la bondad en una sociedad que hace cada vez más difícil creer en la bondad”, concluyen.