Como dice el dicho norteamericano, el césped de nuestro vecino siempre nos parece más verde que el nuestro. Siempre pensamos que quienes nos rodean están mejor o tienen algo que nosotros no tenemos, somos así. Y en política no son pocos los líderes con mejor imagen externa que interna. Probablemente Mijaíl Gorbachov sea el político tan idolatrado en el exterior como repudiado en su país, como demostró el triste funeral celebrado tras su reciente fallecimiento. Pero no ha sido el único, Obama concitó más apoyos fuera de Estados Unidos que dentro y hasta nuestro Pedro Sánchez tiene una imagen mucho más robusta en Europa que en España.
Pese a esa tendencia de admirar lo que no tenemos parece probado que la mayoría de nuestros políticos no están a la altura de los homónimos foráneos, al menos a la hora de asumir responsabilidades. Nicola Sturgeon, la líder del movimiento independentista escocés, es el último ejemplo. Ella siempre ha sido leal a la institución que representa y a su orden constitucional. La casualidad quiso que, hace unos años, quien firma este artículo asistiese al Royal Edinburgh Military Tattoo, una especie de exaltación de la gaita escocesa, un acto presidido por ella, comparable en arraigo cultural a, por ejemplo, el encuentro de castellers en Tarragona. El respeto al himno y la bandera británica fue total, lo mismo que cuando la reina Isabel II falleció. Una cosa son sus ideas, otra saber estar y representar a todo un pueblo, no solo a quien le vota. Ejemplos de comportamientos tan irrespetuosos como pueriles los tenemos en Cataluña para aburrir. Quienes se comportan como hooligans no sé si consiguen algún voto, todo es posible, pero no hacen más que erosionar la credibilidad de las instituciones que representan.
El desencadenante de la dimisión de la señora Sturgeon parece que ha sido el bloqueo por parte del Gobierno británico de la ley trans aprobada por el Parlamento escocés que era, más o menos, como la española, si acaso un poco más garantista. Eso y un truculento cambio de sexo de un violador solicitando su traslado a una cárcel femenina, algo más que posible con nuestra ley de autodeterminación sexual. No ha sido solo por esto, sino también por la pérdida de apoyos del independentismo y las divisiones internas de su partido. Pero ha sabido dimitir, lo mismo que Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda, argumentando falta de energía para acometer una posible reelección. Las dos han argumentado lo mismo, son seres humanos que durante un tiempo han servido a su país y ahora consideran que es el momento de replanteare su vida.
Motivos para las dimisiones los tenemos todos los días en un buen número de políticos. Leyes mal hechas, discrepancias severas con sus socios o jefes, falta de apoyo popular… Es igual, en España no dimite nadie salvo que le hagan dimitir, como acabamos de ver. Aún resuenan las palabras de Màxim Huerta el breve, forzado a dimitir como hecho ejemplarizante, pero ahora más que herido porque con él fueron mucho más estrictos que con compañeros de Gabinete aparentemente con iguales o mayores problemas éticos. Parece que en España no se dimite, sino que es un eufemismo de la palabra cese.
Tenemos un grave problema con la atractividad de la política y eso hace que cada vez nuestros políticos sean peores. Vemos lo que cobran los grandes jefes del Ibex 35, decenas de veces lo que nuestro presidente del Gobierno, alguno llega a cobrar hasta 100 veces. Pero es que más de 1.000 empleados públicos, desde alcaldes a presidentes de autonomías, pasando por presidentes de empresas públicas o semipúblicas, ganan más que el presidente del Gobierno. ¡¡¡Normal que tire de Falcon, algún capricho se tiene que dar!!!
Es verdad que se malgasta el dinero, pero no en el presidente del Gobierno o en los ministros, sino en los cientos de asesores y carguitos, muchos de ellos para alimentar la burocracia de los partidos y garantizar la fidelidad al líder de turno. Porque la clase política padece una grave enfermedad, la endogamia. Es rarísimo que alguien llegue desde una carrera privada, esté cuatro u ocho años en política y se marche. Muchos no pueden por formación o capacidad, pero los que pueden tienen un problema serio con las incompatibilidades, la gran mayoría no retribuidas. La política es cada vez más una trampa para la gente competente, y una manera de vivir para quienes no lo son tanto.
Si seguimos con esta deriva nos van a gobernar auténticos iletrados. Las chapuzas que ahora nos sorprenden van a ser la norma.