Toda sociedad y todo individuo sienten miedo y este se manifiesta en múltiples formas. Pero quizás nunca como ahora el miedo atenaza y condiciona a los grupos sociales intermedios. De entrada, por una cuestión de lógica. Padecen miedo aquellos que tienen algo que perder.
Las clases medias crecen y se consolidan en el mundo occidental especialmente durante las tres décadas gloriosas del Estado de bienestar. En España este auge se produce más tarde. El conflicto de clases había sido muy áspero en los primeros 40 años del siglo XX, muy polarizado, igual que en el siglo anterior y donde las salidas totalitarias resultaban una apuesta burguesa frente a una clase obrera revolucionaria que tenía delante el modelo soviético de superación del capitalismo, después de una guerra que había dejado más de 50 millones de muertos y había dado lugar a sinrazones como el Holocausto. Se imponía una cierta componenda entre capital y trabajo. El miedo inherente a la incertidumbre del mañana quedaba mitigado por las seguridades que el Estado se encargaba de proporcionar. De paso se desarmaba a la clase obrera clásica y su sentido de pertenencia como grupo, reforzando el ascensor social y un nuevo sentido de inclusión a un grupo heterogéneo en progreso.
El centro de la sociedad pasaban a dominarlo los sectores intermedios de empleados, profesionales y autónomos, los cuales en una feliz definición los sociólogos alemanes Ulrike Berger y Claus Offe (1992) calificaron como una “no-clase” insustancial. Las generaciones occidentales de después de 1945 no conocerán el totalitarismo ni la guerra. Se acostumbrarán a la seguridad, el bienestar, los derechos y el ascensor social. El horizonte resulta expansivo y el devenir, un escenario en el que actuar y triunfar. Pero la posibilidad de perder lo que se tiene, a partir del cambio de siglo y sobre todo con los efectos de la crisis de 2008, genera sus espantos.
La clase media se ha ido definiendo cada vez más por un sentido aspiracional que no por niveles de renta o funciones en el proceso productivo que se puedan considerar homogéneas. Una diversidad de ocupaciones, ingresos y culturas que cuenta con sus propios objetivos y que tiene que gestionar un buen catálogo de frustraciones y miedos. Estamos hablando de técnicos con diversas cotas de cualificación, de funcionarios de diversos estratos de mando y responsabilidad, de los trabajadores de un cierto nivel de las finanzas y de las empresas tecnológicas, la pretensión de los cuales es la de vivir como el 30% más rico de la sociedad. Definirse de clase media es, básicamente, un intento de soltar lastre social y cultural.
Trabajadores de la sanidad y la enseñanza, profesionales liberales y también trabajadores autónomos activos en el sentido que tenía este término antes de la uberización, la gig economy y las cooperativas de trabajadores subcontratadas por las grandes empresas conforman un grupo social que hizo sentir cada vez más su voz como electores a los que se consideraba estabilizadores por su tendencia a la moderación que se cree inherente a tener algo de patrimonio y a los que se iba orientando la publicidad de bienes de consumo de larga duración. Es la clase mayoritaria de la sociedad, que determina tendencias y que se siente el sujeto de referencia de los gobernantes, ya que conforma el grueso de la “opinión pública”.
Resulta paradójico que un grupo social que continúa siendo privilegiado respecto a buena parte de una sociedad donde avanza el terreno de la precariedad y la exclusión se sienta a la vez tan frágil y vulnerable, lo cual le lleva a la toma de posturas redentoras e histéricas en política. Se acabó formar parte de la centralidad política, de bascular entre ofertas moderadas para facilitar la alternancia. Radicalidad, griterío y refugio identitario. Los diferentes populismos están preparados para acogerlas en sus brazos y proporcionarles un horizonte de emancipación. Las clases medias devienen revolucionarias a través de propuestas extremadamente reaccionarias. Lo que hace el demagogo justamente es utilizar e intensificar el miedo de la gente y establecer un chivo expiatorio al que culpabilizar y que sirva para exorcizar nuestros demonios. Para el populista, el miedo es elevado a categoría que permita discernir lo verídico de lo que es falaz. Se trata de definir dos campos antagónicos alineando al grupo social temeroso y vulnerable frente a otro grupo social asociado al dominio, la corrupción o el engaño. Se trata de fijar un oponente, una “casta” a la que poder demonizar. Como explica Heiz Bude (2017), “el miedo vuelve a los hombres dependientes de seductores, de mentores y de jugadores. Quien es movido por el miedo evita lo desagradable, reniega de lo real y se pierde lo posible”. En Cataluña, algo conocemos de todo esto.