El debate y aprobación de las denominadas leyes trans y solo sí es sí han ido acompañados de un ruido extraordinario, previsible e inevitable dadas las cuestiones que aborda y el momento de radicalización que vivimos. Pero, a su vez, ese alboroto es consecuencia de una elaboración tan burda, que está ya acarreando unas consecuencias lamentables.
Han bastado unas semanas para que la ley solo sí es sí haya permitido la revisión de sentencias, facilitando cientos de rebajas de condena y decenas de excarcelaciones de delincuentes. Unos efectos dramáticos, contrarios al espíritu de la reforma, que podrían haberse evitado. Acerca de la ley trans, resulta incomprensible que decisiones tan contundentes como el cambio de sexo puedan adoptarse a edades muy tempranas y sin informes preceptivos de especialistas clínicos. Todo apunta a que, sin tardar demasiado, empezarán las denuncias por este proceder, como ya sucede en otros países.
Lo curioso es que quienes defienden con mayor vehemencia estas leyes, pese a ser conscientes de sus carencias y efectos no deseados, consideran que se ha dado un gran paso adelante. Puedo entender dicha lectura de quienes se sitúan en las filas del activismo, pero resulta deplorable en el caso de ministras y otros cargos públicos. La chapucería es extraordinaria pues, al margen del fondo de la cuestión, un buen proceder hubiera evitado consecuencias de enorme gravedad.
Consecuencias para quienes, en un futuro, se arrepientan de haber adoptado la irreversible decisión de cambiar de sexo sin el acompañamiento necesario en la toma de decisión y para quienes, objeto de violencia sexual, saben que sus agresores andan libremente por la calle. Y, también, efectos políticos por la forma tan inepta y petulante en que se ha legislado. Una gran contribución a la radicalización y una bolsa de votos para la extrema derecha, a quien dicen combatir desde las filas de la extrema izquierda. Vamos bien.