En Cataluña vivimos un conflicto interno de una gran complejidad y de muy difícil (pero no imposible) resolución definitiva. Se trata de una disputa civil que enfrenta, grosso modo, a dos grandes universos identitarios y sentimentales que difieren acerca del futuro de los catalanes en algo tan vital como es su pertenencia o no a España. Y parece una realidad evidente que ninguna de las dos grandes opciones va a desaparecer en Cataluña por arte de magia, sino que forman parte de su historia reciente y van a seguir estando arraigadas en la razón política de millones de ciudadanos. Cada mañana abriremos los ojos y esa realidad binaria seguirá estando ahí. Aunque ahora esté afortunadamente en una fase menos beligerante por la relativa distensión coyuntural actual (bienvenido sea el pacto presupuestario), quien piense que el pleito interno está finiquitado se equivoca radicalmente. Es más, de forma acaso imperceptible, puede pasar que cada vez se puede ir haciendo más dañino para el porvenir de la ciudadanía catalana al enquistarse en posiciones numantinas que el paso del tiempo no solucionará.
Si aceptamos el anterior argumentario, creo que en cierta medida deberíamos entonces acostumbrarnos a vivir esta antagónica situación como si fuera una novela con un final abierto sin dejar por ello de buscar una solución, separándose de este modo de una conllevancia orteguiana que puede acabar en el fatalismo de considerar que es imposible que jamás exista remedio alguno mediante la convivencia civil democrática. Desde luego que no propongo renunciar a las ideas y a los programas políticos de máximos que cada cual desee defender, sino que no aceptemos vivir eternamente con las heridas abiertas acudiendo al agravio, al victimismo o a la ofensa por deslealtad. Las heridas políticas que no cicatrizan tienen el peligro de infectarse y gangrenar a todo el cuerpo social. Nada hay menos recomendable en este grave asunto que divide a los catalanes que la combinación de retórica vacua, propagandismo e inmovilismo.
Por eso debemos esforzarnos por encontrar la forma de ir conviviendo en conciliación y en concordia buscando la cohesión social a través de un acuerdo que siendo “provisional” (en el sentido de modificable) sea estable y duradero para una gran mayoría social. Un acuerdo que debe ser primero consensuado en el Parlament de Cataluña por los grupos parlamentarios para luego ser refrendado por el resto de los españoles en el Congreso, validado por el Tribunal Constitucional y votado en referéndum por la ciudadanía catalana en modo de una reforma del Estatut, buscando con este proceder un respaldo muy amplio capaz de reflejar la plural sociología identitaria y política de los catalanes sin dejar de cumplir con la legalidad. Un respaldo popular que permita volver a una normalidad que la economía y la sociedad catalana necesitan de manera perentoria para recuperar la senda del progreso después de la gran crisis de 2008, de las consecuencias negativas del procés y del vendaval de la pandemia. Es la hora urgente de volver a ocuparse de las cosas de comer y de no estar siempre con las armas en la mano dispuestas para un perenne combate identitario-ideológico al estilo del cuadro de Goya de Mozos a garrotazos.
Se trata de llegar primero a un acuerdo entre catalanes que por supuesto será muy difícil de digerir para las partes ahora encontradas y que a nadie debe excluir a priori. Para tamaña empresa es necesaria mucha valentía política para no mantenerse en posturas intransigentes y cortoplacistas, para desterrar la alteridad binaria propia de los “incondicionales”, para no buscar la hegemonía en cada uno de los “bandos” en litigio y para no conquistar réditos electorales inmediatos. Se precisará mucho coraje político y líderes con factura de estadistas para ladear las actitudes radicales y de forofismo vestidas con un sentimentalizado idealismo partidista que puede acabar en intransigencia y fanatismo.
Se trata de alcanzar un pacto temporal presidido por el realismo, la moderación y el pragmatismo para que no signifique la capitulación definitiva de ninguno de los contendientes. Un acuerdo que soslaye la dialéctica de amigo-enemigo y del que nadie tenga la sensación de ser triunfador absoluto, pero que tampoco nadie haya tenido que humillarse puesto que las diversas posturas merecen respeto, son legítimas y tienen el derecho inalienable a ser defendidas en el marco de nuestra Constitución. Estamos en una coyuntura histórica y debemos buscar soluciones históricas dentro de la legalidad de nuestra democracia porque la ilegalidad de unos justifica entonces la ilegalidad de todos.
Se trata de construir un acuerdo que precisa que las esperanzas utópicas sean vistas como un desiderátum de futuro que no impide sin embargo el poner por delante la utilidad práctica real para alcanzar el bien común actual. Un acuerdo en aras a conseguir vivir en una sociedad con un consenso de mínimos que permita la convivencia ciudadana y la cohesión social, bases fundamentales para que Cataluña sea vivida por una inmensa mayoría de ciudadanos como una sociedad en la que nadie quiere imponer su hegemonía ni ser su representante único. Un acuerdo que exige la capacidad racional del compromiso parcial frente al “todo o nada”, que requiere abandonar los ultimátums, que reclama deshacerse de las quimeras. Un acuerdo que necesitará hacer concesiones respecto a los propios ideales porque se tienen en cuenta los ideales de los contrarios que no se satanizan. Un acuerdo que siendo probablemente insatisfactorio para algunos sea en cambio suficiente para una gran mayoría. Un acuerdo que como todos los pactos exige renuncias: unos a que todo cambie de inmediato y fuera de la ley si es preciso; otros a que jamás nada cambie, aunque sea dentro de la ley. Debemos separarnos de quienes piensan de manera simplista que a Cataluña le va tan mal que solo cabe salir de España porque es la única causante de sus posibles males, y de quienes piensan de manera equivocada que cualquier cambio por moderado que sea pude acabar con la unidad de España. Unos y otros, por cierto, con muy escasa capacidad de autocrítica.
Se trata, en definitiva, de buscar un pacto que, aunque pueda considerarse imperfecto, por esa misma condición sea, paradójicamente, capaz de concitar el consentimiento de los moderados frente al disenso de los radicales. Moderados que, en mi opinión, son una gran multitud en Cataluña. Un pacto al que cualquier otra comunidad autónoma pueda también aspirar para mantener el principio político de sumar unidad e igualdad con diversidad. Un pacto en que se perciba que aceptar ciertas demandas del secesionismo no rompe ni menoscaba a la unidad española, y que las propuestas constitucionalistas no van en contra de los intereses de los catalanes. Un pacto, al fin, que demuestre que en nada perjudica a ambas realidades históricas permanecer juntas como desde hace cinco siglos, puesto que esa unión ha dado innumerables provechos mutuos y no resta a los catalanes ninguna capacidad para ser reconocibles entre los pueblos de España, de Europa y del mundo.
A mi juicio es un error querer combatir un sentimiento nacionalista mediante la fuerza de otro sentimiento nacionalista. Acordar no es falta de integridad moral ni de convencimiento en las propias ideas. Acordar no es una acción deshonesta que se vive como una capitulación. Alcanzar un acuerdo aunque sea provisional y mejorable es lo propio de la vida social civilizada. Solo el fanatismo intransigente nos impide vivir en concordia con los que piensan lo contrario y están en tu mismo suelo patrio. La agresividad visceral entre compatriotas no soluciona nada y todo lo emponzoña. Los compromisos suelen ser imperfectos, son a veces dolorosos y no siempre producen felicidad inmediata. Pero son necesarios para convivir en sociedades abiertas, plurales y democráticas. En tiempos de grandes dificultades la mejor medicina política y social es buscar el consenso y recordar siempre que Cataluña será de toda la ciudadanía o no será. ¡Cuánto deseo que el pacto presupuestario de republicanos y socialistas catalanes sea un primer paso en esa necesaria dirección!