Cada vez que la ciudad estornuda por la acción de un Don Juan ligero de dedos, la mesocracia se conmueve y la aristocracia se remueve. No sé si es el caso de Albert Cavallé en Barcelona, acusado de vaciar los ajuares de muchachas en flor y señoras de canapé, pero sí fue, en su día, un trasunto de galanes con auténtico tronío, como Mario Cabré o Porfirio Rubirosa, en los años del Can-Can. Cabré asombraba saliendo del Ritz en dirección a los toros, con Ava Gardner colgada del brazo. A Porfirio Rovirosa, playboy, diplomático, boxeador y espía del dictador dominicano, Leónidas Trujillo, le entonaban la Comparsita, al verlo con Eva Perón, en las calles de Buenos Aires.
Dicen que Cabré se ganaba entre sabanas de Holanda lo que el matador no se hacía merecer en el ruedo del amor. Pura envidia. Pero lo importante no es lo que ocurre bajo un hipotético dosel de seda y oro, sino lo que corre de boca en boca por la calle. El gran escritor Truman Capote definió el miembro de Porfirio Rubirosa como una porra café con leche de once pulgadas, tan gruesa como una muñeca de hombre. Semejante instrumento exige una vida de película; promete carisma, pendencia y oficio de vivir. No sé si Cavallé compite en esta división de honor, pero de momento, su manejo vital le ha convertido en falso hijo de un cirujano famoso e inversor en los papeles de Panamá. Está mejor dispuesto al gimoteo que al buen estraperlo a cambio de sexo. Cambia de nombre como de camisa y ahora le piden nueve años de cárcel por embaucar a mujeres confiadas.
Los buenos rompecorazones no han despuntado como ladrones, pero sí vivieron a menudo a costa de sus conquistas. Este fue el caso de Giacomo Casanova, aquel veneciano hijo de comediantes que sedujo a 132 mujeres, como contó él mismo en Historia de mi vida (Ed. Atalanta). Viajero inagotable, diplomático, seminarista, secretario del cardenal Acquaviva, violinista, escritor y agente secreto. Encabezó la fuga de la prisión de la Inquisición en Venecia, fue espía del rey Luis XV y fundó la lotería nacional de Francia. Aun estando muy lejos del donjuanismo literario que ha cubierto de gloria a Europa entera, si Cavallé mostrara un mínimo decoro en sus pequeñas conquistas, no llegaríamos a temerle. Solo tendríamos motivos para suspender las puestas de largo que han vuelto tras el letargo de la etiqueta, a causa de la pandemia.
Cuando Felix Millet tocaba el saxo en el Golfo de Guinea, cerca del ingenio familiar, lo recibían alegres en las casas bien de Barcelona, en las vacaciones de Semana Santa, pero después de la merienda, se ponía el papá en la puerta y hacia salir a todos en fila india para examinar si alguien se llevaba un cenicero de plata. Nació viernes de Pasión/ para que zahorí fuera,/ y porque en su día muriera / el bueno y el mal ladrón. Escribió Quevedo en Sueño de la muerte.
Casanova recorrió las principales capitales europeas, dejando testimonio de sus dotes como amante, espadachín, literato y timador. Colaboró en la redacción del libreto de Don Giovanni de Mozart y dejó publicadas más de 40 obras. Fue mucho más que un simple amador, al que sin embargo le interesó sobre todo legar a la humanidad sus hazañas de alcoba; pensó que amar es un arte mayor. Y tenía razón.
Las comparaciones no proceden, pero son orientativas. Si Cavallé quiere hacerse perdonar ha de mejorar su galanteo, olvidarse del pillapilla, devolver lo afanado y aceptar las resoluciones judiciales sin hacer peinetas a la salida de la Audiencia. El llamado estafador del amor utilizó presuntamente la documentación de una ex pareja para pedir préstamos bancarios; y esta es una de sus varias causas abiertas. No lo tendrá fácil. Además, si presume de Porfirio, la meritocracia del tamaño lo dejará tirado en la cuneta. El tótem fálico de la actual Cataluña no tiene dueño que sepamos y si, en vez de Trujillo, llega Puigdemont la sombra del poder se desvanece.